El indignado burgués

¿Vuelve la lucha de clases?

Marcha de médicos en Madrid, en una de las jornadas de huelga.

Marcha de médicos en Madrid, en una de las jornadas de huelga. / B.S.

Javier Mondéjar

Javier Mondéjar

Hubo un tiempo en el que trabajadores y empresarios ocupaban trincheras separadas por un muro de incomprensión y alardeaban de ello, porque era mucho más cómodo sentirse parte de un colectivo que ir por libre. Eran tiempos en los que las huelgas se combatían con pistoleros de gatillo fácil, ser representante del obrero era profesión de riesgo y a miles murieron por elementos desconocidos en los procesos de fabricación, como las mujeres que trabajaban en fábricas de relojes, pintaban las manecillas con pintura de radio, brillaban como linternas en la oscuridad y contrajeron cáncer radiactivo. O los niños que curraban como bestias de carga en fábricas y minas, mientras sus patronos quemaban los felices años veinte con glamur y champán.

Conviene saber de dónde venimos, porque los derechos no han salido gratis. Muchos sacrificaron sus vidas por pequeñísimas conquistas que ahora nos parecen una broma, como no trabajar los domingos o tener algunos días de vacaciones pagadas. El problema viene cuando ya no sabemos muy bien a que lado pertenecemos, porque un profesional o un ejecutivo, por muy alto que esté en la cadena alimenticia, no deja de estar al servicio de una empresa que tiene dueños o accionistas.

Para evitar depender de un amo algunos recurren a las oposiciones al funcionariado o a las empresas públicas, donde el que manda no deja de ser eventual por mucho que se crea eterno. Obviamente no es lo mismo, aunque en algunos casos es peor, porque algunos prepotentes, políticos o asimilados, revestidos de supuesta autoridad cometen desafueros con dinero ajeno que evitarían si el dinero saliera de sus bolsillos. Muchos, por cierto y gracias a las leyes, han dado con sus huesos en la mazmorra fría por malversaciones varias.

Pensar que no hay diferencias entre empresarios y trabajadores y que todos trabajan en la misma dirección: el crecimiento de la empresa como organismo autónomo, es sin duda una preciosa utopía fomentada por el liberalismo capitalista que se ha vuelto hegemónico, o casi, en este siglo XXI. El argumento no deja de ser una trampa saducea y a poco que rasques adviertes que si no fuera porque los gobiernos ponen límites, el mundo laboral se convertiría en una jungla.

Normalmente son los socialdemócratas los más intervencionistas, porque los liberales pretenden que el mercado se autorregule y ya hemos visto a lo que ello conduce. Hay muchos partidarios de la no regulación, concretamente todos los votantes de partidos populistas, a los que se ha convencido de que la creación de riqueza supone no poner trabas a la voracidad empresarial. Apoyar políticas que les perjudican, conscientemente o no, no deja de ser un glorioso ejercicio de masoquismo.

De todos modos cada cual es muy libre de engañarse a sí mismo y flagelarse lo que considere. Está muy estudiado que uno de los trucos históricos de la sociedad capitalista fue enfrentar a los trabajadores de cuello blando y a los de cuello duro, aunque sinceramente hoy es difícil definir por su vestimenta a un yuppi de las tecnológicas y a un obrero de una fundición. El sistema ha conseguido que muchos no sepan en qué lado de la ecuación se encuentran, lo mismo que cuando se habla de las clases sociales, que difícilmente uno se adscribe a la que pertenece de acuerdo a parámetros económicos y de educación, con lo que la clase media es un cajón de sastre en la que todos pelean el espacio, por más que a muchísimos asalariados con dificultades para llegar a fin de mes se les haya quedado grande.

¿Es posible que la lucha de clases sea un concepto anticuado en un mundo global? La verdad es que suena a naftalina, a viejos comunistas y patrones gordos puro en ristre, pero de vez en cuando declaraciones de Podemos o de la CEOE resucitan ideologías olvidadas en las que seguro que muchos, de una parte y de otra, se sienten más cómodos. Da igual si la reacción ultramontana de los patronos ha venido como consecuencia de las actitudes de algunas izquierdas radicales, pero el caso es que unos y otros han cogido su fusil.

Ya, estamos en periodo electoral (¿cuando no es fiesta?) y quien más, quien menos, pretende arrimar el ascua a su sardina y preparar facturas a pagar el día después del gran triunfo. Hay un forofismo exacerbado en la política actual, cuando algunos pretenden que el que gane gobierne sólo para los suyos y al resto le den. En realidad muchos no pretenden gobernar, que es término inclusivo, sino únicamente mandar y, si fuera posible, someter. Malos tiempos en los que convencer ya no está de moda, negociar no se estila y consensuar más parece sánscrito que español.

Lo terrible es que en la equidistancia no te comes una rosca y te obligan a apostar por situarte en una u otra trinchera. Yo, sinceramente, voy a optar por retirarme a mi biblioteca, atrancar la puerta y desear que pasen las elecciones. Al día siguiente, dios (o el diablo) dirá.