TIERRA DE NADIE

Excesos prescindibles

El párroco detenido, Francisco J. C., fue ordenado sacerdote en 2017. Tras su paso por Melilla, a comienzos de año regresó a la provincia de Málaga.

El párroco detenido, Francisco J. C., fue ordenado sacerdote en 2017. Tras su paso por Melilla, a comienzos de año regresó a la provincia de Málaga. / L.O.M.

Juan José Millás

Juan José Millás

Ese sacerdote detenido en Málaga por abusar sexualmente de sus feligresas tras aturdirlas con alguna sustancia estupefaciente, aún no revelada, recuerda a satanás. Por eso nos trajo a la memoria aquella película de Polanski, La semilla del diablo, en la que Lucifer viola a una joven al objeto de traer al mundo un sucesor nacido de hembra humana. Para que Rosemary Woodhouse, que así se llama la joven, no advierta que yace con Satán, es sometida a una sedación profunda de la que al despertar no recuerda nada, aunque se asusta al descubrir en su espalda unos arañazos que su marido, cómplice de las fuerzas del mal, atribuye a sus propias uñas.

     -Me las tengo que cortar -dice fingiendo que fue él quien le hizo el amor mientras ella dormía.

    Durante la violación de Rosemary, asistimos a los sueños de la víctima, que es uno de los momentos más interesantes del filme. No sabemos qué soñarían las agredidas por el cura malagueño, pero se conoce su modo de actuar porque hay imágenes, en manos de la policía, debido a que el agresor lo grababa todo. De hecho, fue descubierto porque la mujer con la que convivía, pese a su voto de castidad, descubrió los discos duros en los que conservaba sus atrocidades. Ninguna de sus damnificadas recuerda nada, así que, de no haber sido por la obsesión fílmica del violador, quizá continuaría haciendo de las suyas sin que nos enteráramos.

    He pensado en lo difícil, además de políticamente incorrecto, que resultaría escribir una novela con un argumento semejante, y en lo escandaloso que le parecería a gran parte del público lector inventar un eclesiástico con tal grado de desenfreno. El cura real, por cierto, era muy querido allá donde iba. Gozaba de la amistad de numerosísimas personas con las que organizaba frecuentes excursiones, pues disponía de unas habilidades sociales extraordinarias que aprovechaba para dar salida a una sexualidad verdaderamente demoníaca. Difícil, cuando no imposible, sería, insisto, escribir una ficción con tales mimbres. ¿Qué pasaría, por otra parte, si en esa novela el cura fuera hijo de una monja? Nos parecería exagerado. Tal era el caso sin embargo de nuestro Luzbel malagueño. Cuando la realidad se pone a competir con la ficción, cae en excesos prescindibles.