Opinión

¿Podemos trabajar menos horas?

Julián López Milla

Julián López Milla

Hace ya tiempo que viene planteándose el debate acerca de la duración de la jornada laboral, que ha vuelto a cobrar protagonismo tras los acuerdos alcanzados para la investidura del presidente del Gobierno. Al hilo del mismo suelen repetirse argumentos con los que resulta difícil no estar de acuerdo: «Rebajar la jornada laboral ha sido una tendencia constante en la evolución del mercado de trabajo durante los últimos siglos», «los avances tecnológicos nos permiten organizar nuestra vida de otro modo», «hemos de aspirar a trabajar menos para disponer de más tiempo de ocio», «ese tiempo de ocio permite, a su vez, generar empleo en otras actividades», «la rebaja de la jornada laboral permite conciliar mejor la vida personal con el tiempo de trabajo», «un trabajador más feliz es también más productivo»… Es normal que todos aspiremos a trabajar menos y disponer de más tiempo para el ocio (o para lo que sea) sin que ello nos suponga menos ingresos. Pero justificar esa pretensión con argumentos como el de que «los alemanes trabajan menos que los españoles y viven mejor», o que «somos uno de los países de la Unión Europea en el que se trabaja más horas al año», como si bastara para ello con desearlo o con simplemente aprobar una norma, resulta ridículo.

Me imagino que todos ustedes conocerán a alguien que trabaja bastantes menos horas, gana más y vive mejor. Igual es un rentista que heredó de sus padres un elevado patrimonio y dedica su vida exclusivamente a gestionarlo (así que no tiene que preocuparse por la duración de la jornada laboral). Pero también puede tratarse de un exitoso influencer que tiene millones de seguidores en las redes sociales, de un prestigioso escultor o del cirujano más demandado. El caso es que lo que hacemos mientras trabajamos tiene un «valor de mercado», de manera que empleos muy duros, que llevan asociado un gran esfuerzo físico o malas condiciones laborales no siempre comportan una mejor retribución (de hecho, es frecuente que ocurra lo contrario). Cuando se plantea la rebaja de la jornada de trabajo, no debemos olvidar a los más de 880.000 asalariados que, en el segundo trimestre de este año, y de acuerdo con la Encuesta de Población Activa, hicieron más de 6.000.000 de horas extraordinarias a la semana en España, de las que sólo cobraron algo más del 60% de las mismas (2.579.600 de esas horas no se pagaron). Ni a quienes trabajan sin contrato, o con un contrato que sólo cubre una parte de su verdadera jornada laboral. Ni a los autónomos que no tienen límites horarios. Ni a los trabajadores y trabajadoras que se tienen que conformar con un empleo a tiempo parcial porque no encuentran uno a jornada completa. A muchos de ellos, el debate sobre la reducción de la jornada laboral les parecerá tan irrelevante como al rentista que vive de un patrimonio heredado.

Es verdad que no podemos aspirar a resolver a la vez todos los desequilibrios que se producen en nuestro mercado de trabajo, aplazando algunos cambios hasta entonces. Pero uno tiene la impresión de que siempre se opta por avanzar en aquello que resulta más fácil, y apenas se progresa en lo que resulta más decisivo a largo plazo. Puede resultar sencillo introducir un cambio legislativo que rebaje la jornada laboral de forma generalizada, sin tener en cuenta la enorme diversidad de los distintos sectores productivos, acrecentada en economías tan complejas e interconectadas como las actuales, e ignorando que la posibilidad de implantar modalidades de trabajo no presencial también varía mucho. Es mucho más difícil impulsar cambios de amplio alcance que transformen la economía española para mejorar su productividad (lo que sí nos permitiría trabajar, cobrar y vivir como, por ejemplo, los alemanes).

Aunque Alemania no es el país de la Unión Europea que arroja las cifras más elevadas de productividad, suele tomarse como referencia por su buen comportamiento macroeconómico general durante las últimas décadas, así que he reflejado en la tabla adjunta la diferencia, en términos porcentuales, entre la productividad por hora trabajada de Alemania y varios países de la Unión Europea (entre ellos, España). Se trata de un indicador muy simple, que presenta algunas deficiencias a efectos de comparación (los datos de países como Noruega o Irlanda, que no he cogido, arrojan valores muy favorables que son consecuencia de los elevados ingresos del petróleo, en el primer caso, o de la concentración de los beneficios de las multinacionales, por razones fiscales, en el segundo), pero nos sirve para situar el foco en la cuestión relevante a estos efectos. A lo largo de los últimos años, la productividad media de la Unión Europea se ha situado entre un 18 y un 20 por ciento por debajo de la Alemania, con una enorme disparidad entre países como Francia o Suecia, que alcanzan valores cercanos a los de Alemania, y otros como Portugal o Rumania, con registros ligeramente superiores a la mitad de los alemanes. La diferencia entre España y Alemania alcanza cifras superiores al 20%, con datos peores en los últimos años. Lo que esto significa es que, por ejemplo, en 2022, el valor de lo producido en cada hora trabajada por un español fue, en promedio, un 24,5% inferior al valor de lo producido por un alemán.

Comparar nuestra jornada laboral con la de Francia o Alemania resulta, por tanto, inútil, ya que, en estos países, las horas de trabajo resultan mucho más productivas que en España. No se trata del número de horas, sino del valor de lo producido en cada hora, que es lo que define, a largo plazo, el nivel de vida al que podemos aspirar, tanto los empleados como los empleadores.

Existe abundante evidencia empírica acerca de la relación entre el tamaño de las empresas y su productividad (mayor cuanto más grande es la dimensión empresarial), o de las diferencias de productividad entre los diferentes productivos (más baja en algunos de los sectores en los que está especializada la economía española). Sin que ello suponga estigmatizar a algún tipo de empresa o a alguna actividad económica (hay pequeñas empresas modélicas en cuanto a sus estrategias de mejora de la productividad, o entidades de elevada productividad en sectores que tienen un nivel promedio comparativamente bajo), deberíamos reflexionar acerca de la facilidad con la que, a veces, nos aferramos a la defensa de algunos «elementos tradicionales» de nuestro tejido productivo que, en realidad, no son los más propicios para la mejora de los niveles generales de productividad de nuestra economía. Más aún, cuando su competitividad, e incluso la viabilidad del negocio a largo plazo, se basa en una utilización intensiva de «trabajo barato» (incluyendo horas extraordinarias no retribuidas, contratos que no cubren toda la jornada laboral o empleos completamente sumergidos). Nada de esto es novedoso, pero sí más difícil de resolver que la mera aprobación de una norma que rebaje la jornada laboral.