Opinión

La muerte sí que tiene nombre

Hoy jueves 14 de marzo los asistentes a la charla con la escritora Piedad Bonnett “Literatura de duelo” realizada en el Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti habrán escuchado su experiencia en este tema con la muerte de su hijo, así como el de la colega Carmen Alemany con un trance similar, el primero, por suicidio, el segundo, por muerte súbita. Me encuentro fuera de Alacant, por lo que tendré que escuchar el balance de esta conversación que me reporten las compañeras que asistan como también el alumnado que haya podido escucharlas. He conocido la obra de esta autora colombiana recientemente a través de la misma Alemany y de la también catedrática de literatura hispanoamericana Eva Valero. No pude evitar la tentación de conseguir de inmediato su ensayo autobiográfico Lo que no tiene nombre (2013) para entender lo contrario del título: la muerte que tiene nombre. Todas y todos hemos tenido en algún momento la experiencia de la desaparición de personas que no entendemos por qué, a una edad temprana, nos dejan. Asumimos con resignación su ida, sin ningún tipo de opción ni comprensión, y respetamos los avatares de la realidad. Frente a una enfermedad, accidente o simplemente la decisión personal, la muerte es un hecho irrefutable que no entiende de lógicas. Sólo una evidencia: el final de una vida no esperada.

Cierto es que el ser humano tiene una fecha de caducidad desde el momento en el que nace. Frente a esta realidad innegable, nos resistimos a aceptarla y buscamos a través del lenguaje huir de su denominación. Hace unos años leí las reflexiones acertadas en esta materia de la también colega Maribel Peñalver en “Le tabou de la mort”, dentro del Dictionnaire de la mort (2010) que ella misma me regaló. Cuatro años antes mi hermano mayor había decidido también poner punto final a su existencia con un breve aviso unas cuantas horas antes de su desaparición: “vull acabar ja, no puc més”. Tal vez no ponemos nombre al acto, huimos de afrontar con valentía lo que sucedió y utilizamos eufemismos para intentar explicar lo que no podemos entender. Dejamos pasar el tiempo para olvidar las ausencias e intentamos frenar la reflexión de los primeros momentos buscando los porqués. Aprendemos con el paso del tiempo que todo acto no tiene necesariamente una lógica y abordamos entonces los para qué. Para aprender en la vida, para entender que podemos ser débiles si no sabemos anticiparnos a los problemas y que todo principio tiene un final sin más.

Bonnett encuentra en su misma poesía el anticipo o el presagio que conllevó el final de su hijo. Así, en un poema titulado “La noticia”, siendo niño todavía su querido Daniel, había escrito: “la ola con su paréntesis vacío para siempre / que viene a recordarnos que vivir era esto, / que hacia ese lugar desde siempre veníamos”. Como ella reconoce en el ensayo publicado en 2013: “Daniel es mi paréntesis vacío”. La poesía ofrece ese mecanismo ancestral de transmisión de sentimientos y tal vez, como en el hecho relatado, una cierta presunción o avance del futuro. Nunca he creído en el azar, sino en el destino; una afirmación de dudosa consideración para quienes creen que todo en la vida tiene una lógica que se puede contrastar empíricamente. Seguramente porque la muerte, aunque es una realidad probada desde los parámetros de la ciencia, aparece sin avisar y sin ningún tipo de programación. Recuerdo el impacto del final de Carmen, la hija de nuestra colega. La incredulidad de una madre en la puerta del hospital donde se confirmaba la imposibilidad de vuelta atrás de ese cuerpo que había puesto su peculiar punto final. Me llevó a la mente el desenlace de mi hermano, unos cuantos años antes, tras su localización tras más de quince días desaparecido. Hoy, de nuevo, se me hace presente. Ni Carmen Alemany ni yo somos creadores de poesía, la leemos y analizamos para nuestro alumnado. Tal vez si fuéramos poetas podríamos haber expresado a través de los versos nuestra experiencia. Cada muerte tiene un sentimiento diferente para los que se quedan, pero sí que tiene –contraviniendo el título del ensayo de Bonnett– un nombre concreto: la persona que nos deja.

Ellas dos han sido mi referente porque han reconocido lo que la mente humana tiene tendencia a realizar: huir de los traumas e intentar seguir adelante. En mi caso, claro está, lo asumí, lo entendí, pero tal vez me quedaba pendiente la reflexión en público de lo acontecido. En el poema “Ya no el dolor sino la certidumbre”, Bonnett escribe “ahora, / ya no el dolor sino la certidumbre / de la dolida forma en que dolías”; un mensaje de evidencia y de seguridad frente a los que nos podemos atormentar por aquello de “no haber hecho lo suficiente” o “qué actuación habría evitado lo que pasó”. Cada muerte, cada desaparición, tiene un nombre. Por eso, me quedo con la satisfacción de poder compartir mi experiencia para tejer la red donde cada uno de nosotros encontremos el anhelo de la seguridad de que no estamos solos en momentos difíciles. Tal vez hoy, con la valentía de Bonnett y Alemany, por fin lo he entendido.