Opinión

La estrategia del odio

José María Aznar, durante su comparecencia del 11 de marzo de 2004.

José María Aznar, durante su comparecencia del 11 de marzo de 2004. / David Castro

En 1996 sorprendí al «iaio» ladrando a la pantalla del televisor. Me impactó. Pensé que había llegado el temido momento en que la cabeza empieza a irse de su sitio. Miré el televisor y me tranquilicé. Estaba Álvarez Cascos hablando. El iaio, cabal votante socialista, había interiorizado la imagen del dóberman que Alfonso Guerra había lanzado para representar la agresiva actitud del PP en la operación de acoso y derribo del último gobierno socialista de Felipe González.

Para la derecha la crispación no ha sido nunca un estado de ánimo. Ha sido una estrategia política. Lo que empezara como un altisonante y desinhibido discurso neoliberal de los Reagan y Thatcher mutó en método de invectiva permanente con los neocons. En España esta norma de comportamiento de la derecha irrumpió con estruendo con José María Aznar. La derecha se reivindicaba altisonante y sin rubor tras dos décadas de un retraimiento casi avergonzado, en las que nadie en España confesaba ser de derechas tras la dictadura, y la eclosión de valores de progreso que significó la transición. Aznar devolvió a las derechas el orgullo de serlo. Y lo hizo de manera abrupta. Arrebatada. Exigiendo que le abrieran paso. Reclamando para sí el derecho al poder que siempre le perteneció. Y funcionó. Curiosamente, sin embargo, esta misma actitud avasalladora que le llevaba a alcanzar el poder le expulsaba del mismo cuando se pasaba de frenada. Así ocurrió en 2004.

Pero la estrategia seguía siendo prescrita por sus gurúes. Zapatero que protagonizó una oposición colaborativa, pactista, buenista, de «bambi», fue contestado con una oposición rugiente cuando alcanzó el gobierno con un Rajoy que llegó a estamparle la memoria de los muertos de ETA. Estrategia que persistió en modo superlativo con Casado y con Feijóo.

La justificación de la estrategia la basan los asesores de la derecha en la convicción de que el tensionamiento de la vida política enerva a sus electores, los moviliza poniéndoles en pie de guerra, mientras que a los electores de la izquierda los desanima, los desmotiva y los empuja a la abstención. Por tanto, la crispación no es para la derecha resultado de una santa indignación por la conducta política del contrario. Es una táctica fría y calculada y, al parecer atinada, de acceso al poder.

Sin embargo, lo que para los políticos es una actitud impostada, para los ciudadanos ha de encarnarse en un sincero estado de sobreexcitación. El juego consiste en englobar a la peña en el club de pertenencia a un grupo que se define por la negación sistemática del otro. Una coctelera en la que se agita la aversión al adversario, la sordera al argumento diferente, el odio como gran factor de cohesión y de pertenencia a la tribu. Sin rubor en la implicación de cuantas instituciones estén a mano. En este tramo del proceso se pasa de lo racional a lo emocional. De la cabeza a las tripas. Curiosamente, de la política a la antipolítica.

Hasta aquí es algo ya sabido y contrastado. La derecha desplegando la furia que le dará importantes réditos movilizadores y la izquierda procurando transitar sin entrar al trapo por miedo a obtener efectos desmovilizadores. Pero, lo nuevo es que la izquierda, el PSOE al menos, podría estar considerando cambiar de estrategia. Algún gurú o reflexión interna habría alertado de que la estrategia de la otra mejilla podría resultar más desactivadora de su electorado que asistiría perplejo a la persistente descalificación de sus políticas y políticos sin que nadie oponga reparo alguno. Esto explicaría la emergencia de posiciones como la del ministro Puente y su ametralladora tuitera, la colisión de sendas comisiones de investigación en Senado y Congreso sobre los mismos temas y la escalada de tono hasta el paroxismo al que estamos asistiendo en la política española.

Esto podría conducirnos a la definitiva conformación de una España irrespirable. La némesis justiciera del llamado espíritu de la transición. El macabro juego de dos coches a toda velocidad, el uno contra el otro, retando al contrario a apartarse primero con el agravante de que aquí los accidentados no serían los conductores. Los garrotazos del cuadro de Goya como el más fiel retrato del sistema.

Hasta este punto ha llegado la situación. El sistema transmutado en una insoportable jauría. Quizás era esperable. Quizás sea el signo de los tiempos. Quizás, cobra valor la idea de ladrar al televisor.