A vuelapluma

Así se socava una democracia

Alberto Núñez Feijóo se dirige a Pedro Sánchez en la sesión de control en la que el presidente pide la dimisión de Ayuso.

Alberto Núñez Feijóo se dirige a Pedro Sánchez en la sesión de control en la que el presidente pide la dimisión de Ayuso.

Alfons Garcia

Alfons Garcia

Lo peor de la pandemia. Es una frase que se vuelve a oír mucho. Se cumplen cuatro años de la declaración del estado de alarma por la covid y esa frase vacía de tan repetida vuelve a cotizar alto, ahora acompañada de algunas vilezas políticas. Lo peor de la pandemia no fue un momento, un único tiempo, aquellos días de confinamiento y miedo ante lo desconocido. Lo peor de la pandemia fue cada minuto en que cada uno de los nuestros se nos fue. Y lo peor cuatro años después, cuando la parte moral pesa más ahora que no hay urgencias sanitarias, es el descubrimiento de los que hicieron negocio con la desgracia colectiva. Puede que esas cucharadas de billetes de los comisionistas sean legales, pero no soportan juicio ético alguno.

Íbamos tan felices con lo fuertes que íbamos a salir de la pandemia y en pocos días hemos empezado a descubrir toda una corte de bucaneros orbitando la política. Ya nos olvidábamos del hermano de Isabel Díaz Ayuso, del duque de Feria y su socio, la pareja (a la espera de juicio) que se embolsó seis millones de euros inflando precios en Madrid, cuando aparece el caso Koldo, y toda su trama de personajillos alrededor del poder de influencia del exministro Ábalos para llevarse contratos y repartir comisiones.

La respuesta veloz ha sido poner el foco en la pareja de Díaz Ayuso, que también se habría llevado dos millones por hacer de puente en la compra de mascarillas para luego intentar una ingeniería con la que eludir el pago de impuestos.

Está bien que cuánto más se sepa, mejor, aunque uno puede preguntarse por qué ahora y si hay mucho material aún encubierto a la espera de aflorar en el momento político oportuno. Ahora la esposa del presidente es muy importante para unos, pero para esos mismos el novio de la superpresidenta de la capital se enfrenta a una cuestión personal que en nada afecta a ella. Seguro. Y lo mismo puede decirse al revés. Nada nuevo en esta partida de bandos. Entre el «y tú más» y el «todos iguales» no hay distancia. Lo peor es eso: el tufo de basura que deja sobre un sistema herido después de varias crisis sucesivas (alguna de corrupción) y por su incapacidad para atajar los problemas reales de los más jóvenes, esos para los que la Transición es cosa de padres y abuelos y que en todas las encuestas (y elecciones) revelan una escasa implicación emocional con la democracia.

Una encuesta de FEPS Europe reciente dice que uno de cada cuatro ciudadanos españoles de 18 a 35 años declara que la democracia «no siempre es preferible». Es la franja donde hay más insatisfechos con el sistema. Con mucha diferencia. Y después nos preguntamos por qué populistas e iluminados radicales prosperan por todo el planeta (ahora ha tocado Portugal). ¿Qué estamos enseñando si no es lo peor de cada casa, la miseria compartida del sistema? No quiero decir que se oculte, que la basura debajo de la alfombra se pudre, pero sí que se afronte con más orden general, con menos partidismo y con menos ventilador en función de la coyuntura. Así se socava una democracia.

Una coda cercana. El día se ha demostrado que no era el mejor para protocolos. La ruptura de la frágil estabilidad parlamentaria catalana ha arramblado con todo, pero no debería digerirse con normalidad que el presidente de la Generalitat tenga agenda institucional en Cataluña, primer socio comercial y algo más que un vecino en lo cultural, y no se vea con su homólogo catalán y ni siquiera concierten un momento futuro para ello. Seguimos de espaldas, cuando las instituciones deben pesar más que los partidos que las ocupan. Eso también forma parte de la construcción de una democracia sana.

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