Dictadores
El historiador Frank Dikötter aspira al retrato colectivo del tirano del siglo XX con ocho perfiles bien trazados de algunos de los déspotas más sanguinarios
Las figuras de los dictadores que retrata el historiador neerlandés Frank Diköter (1961) en su último libro sobre el culto a la personalidad en el siglo XX son las de unos tiranos sanguinarios que generalmente responden a viejos manuales autocráticos. Las democracias, actualmente a la defensiva, ante la erosión de las libertades civiles y el Estado de derecho, deben además preocuparse por otro tipo de amenazas que provienen en la mayoría de los casos, salvo excepciones, de gobernantes supuestamente cautelosos y populistas antiliberales dispuestos a revertir la situación de manera sibilina dentro del propio sistema y utilizando sus propios recursos para destruirlo. De hecho, Dikötter, domiciliado en Hong Kong y autor de una elogiada biografía en tres volúmenes de China bajo Mao Zedong, sostiene que visto bajo una mínima perspectiva histórica la dictadura está en declive en comparación con el siglo XX si se trata de infundir pavor. Sin embargo, el objetivo de los autócratas de hoy, más o menos blanqueado por eso que llaman relato, es igualmente cargarse la democracia y las libertades. En vez de convencer, se trata de sembrar confusión, liquidar el sentido común, imponer la obediencia, aislar a los individuos y aplastar su dignidad. Con más o menos rodeos, aparatosidad y brutalidad, el camino sigue siendo el mismo. Por esa razón es necesario elegir a los líderes con cuidado, puesto que dan forma a la historia. Incluso la formatean hasta dejarla monda y lironda.
Los dictadores modernos del pasado siglo de Frank Dikötter -Hitler, Mussolini, Mao, Stalin, Kim Il-sung, Duvalier, Ceaucescu y Mengistu- nacen en la oscuridad, frustrados en su juventud, irrumpen a través de accidentes, patrocinios, bajos estados anímicos de la población, o cualquier otra cosa salvo el mérito para convertirse en unos malhechores de pleno derecho, empujados por el respeto y la admiración que inicialmente arrancan mediante hábiles manipulaciones de la opinión pública. En sus trampas no solo caen los ignorantes ingenuos, también lo hacen artistas, intelectuales y escritores capaces de deificarlos. Estos dictadores suelen venir equipados de ideología -el caso de Duvalier es excepcional- pero como carecen de principios, únicamente tienen ansia de poder, el proceso de deificación se convierte en la burla más cruel. Si son dictadores de izquierda, sus intentos de reformas radicales provocan hambruna y sufrimiento a la población. Si son de derecha, van a la guerra, con el mismo sufrimiento popular, y arrastran a sus naciones a derrotas vergonzosas. Anhelan ser populares y se esfuerzan mucho en crear esa ilusión, pero todo es mentira. Rodeados de aduladores, no tienen amigos, permanecen en una soledad paranoica. Ese poder desnudo cuenta con fecha de caducidad, la mayoría de ellos mueren como perros rabiosos y hay quienes fingen llorarlos. Luego, son rápidamente olvidados y su nombre únicamente emerge en la memoria cuando son citados por los historiadores o algunos políticos oportunistas deciden sacar rentabilidad del mal recuerdo que dejaron.
En Dictadores, de Frank Dikötter, la narrativa se impone al análisis. Aspira al retrato colectivo de una casta citando a los ejemplares más brutales surgidos en el siglo XX. El autor se ocupa, no obstante, de remontarse a las raíces situando en un plano de fondo la figura del monarca absoluto que encarna Luis XIV y su aforismo: L’Etat, c’est moi. Los tiranos no confían en nadie, y menos aún en sus aliados, escribe. Pone el ejemplo de Ceaucescu y su esposa Elena, inculta y ambiciosa, alejada de la realidad, rodeados ambos de los aduladores y mentirosos que habían promovido a lo largo de los años y llegado a creer en su propio culto. Las masas aprenden a fingir consentimiento, explica. Está el ejemplo de Kim. Cuando murió en 1994, los norcoreanos se esforzaron por superarse unos a otros en las muestras de dolor, agitando los puños hacia el cielo con fingida rabia. Los ilusos sometidos por una dictadura suelen culpar a los malvados asesores del líder, no al ídolo supremo, cuando las cosas van mal. El dictador miente a gran escala. Mussolini hizo todo lo posible para ocultar a los italianos las atrocidades que su régimen cometió en Libia y Etiopía. Hitler, Mussolini y Stalin engañaron a intelectuales y políticos extranjeros para que los consideraran hombres razonables, no los belicistas culpables de la represión interna que en realidad eran. Cada uno de ellos fue popular, incluso reverenciado, durante un tiempo. No es fácil juzgar el estado de ánimo de millones de personas, con la prensa amordazada y miedo a abrir la boca. Entonces, al miedo se le puede llamar hechizo.
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