El palique
El forastero
Juanito Ansorena llegó un día al pueblo diciendo que era un personaje de Torrente Ballester. Todos le creímos. Alquiló casa, compró moto, plantó tomates y adoptó un perro. Temprano, daba un breve paseo y adquiría el periódico. De cuando en cuando iba a la capital a comprar comida. No salía mucho de casa. Antes de la cena recalaba en El cojo, el bar más grande de los siete con que contaba la localidad. Pedía un botellín de cerveza y unas aceitunas y si alguien lo convidaba permanecía un rato más. A veces era él el que proponía otra ronda. Para las diez solía estar en casa. A los siete meses de su llegada fueron las fiestas del pueblo. Rechazó formar parte de una peña o caseta pero donó con generosidad dinero para que una de ellas funcionara y dispensara a muy bajo precio bebidas durante los cinco días en los que Valencia del Mar se sumergía en pasodobles, ginebra, adulterios y resacas. El pueblo mantenía hacia él una sutil indiferencia con briznas de recelo. Una tarde, Antonio Manteca hizo al fin la pregunta en El cojo: qué personaje eres y de qué novela vienes. Ansorena contestó con evasivas y se marchó. Al día siguiente, el alcalde, Miguel Carcavacía, emitió un bando en el que alentaba contra los «impostores que vienen de fuera». Nadie vio ya nunca más a Juanito Ansorena. Tras un mes de ausencia, con las habladurías corriendo como lenguas de fuego, dos policías locales entraron a la casa que había alquilado. Solo encontraron tres calcetines, al perro enflaquecido, una caja de galletas, un microscopio y un ejemplar de Los gozos y las sombras. El alcalde ordenó entonces destruirlo y que la biblioteca municipal adquiriera más libros de Camilo José Cela. Y dictó otro bando: «Valencia del mar estará siempre alerta frente al enemigo exterior y mantendrá la unidad de todos sus habitantes contra los que quieran mancillarla». Al día siguiente comenzó a llover. No paró en un mes. Una lluvia cansina y persistente, triste y turbia. Una lluvia de esas que incluso daña a la dura madera de boj.
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