Una crianza con tiempo y con flores

Una crianza con tiempo y con flores

Una crianza con tiempo y con flores

Mari Carmen Díez Navarro

Mari Carmen Díez Navarro

Esta mañana he visto a unos abuelos, sonrientes y contentos, que paseaban a su nieto, que tendría más o menos un año. El nene estaba sentado en su coche y tenía las dos manos ocupadas. En una sostenía un ramito de buganvillas de un color fucsia radiante y en la otra unas cuantas hojas brillantes y alargadas, que aferraba fuertemente con sus puñitos gordos. Miraba sus tesoros con complacencia, miraba a sus abuelos, miraba a la gente que iba pasando. Miraba y sonreía. Sus ojos azules bien despiertos mostraban chispas de innegable satisfacción. La verdad es que daba gusto verlo.

A mí la escena me ha hecho suspirar y añorar tiempos pasados. Desde los de pasear hijos y nietos, hasta los de que me pasearan a mí. También me ha hecho pensar en la suerte que tiene este nene de vivir una crianza con tiempo y con flores, algo que no siempre se da de tan buenas maneras. Cuando se me ha pasado un poco el revuelo de emociones, he relacionado el encuentro con otras cosas en las que ando pensando últimamente. Y qué curioso, tenían bastante que ver.

Resulta que estos días estoy participando en un curso de Diplomatura en Educación Artística, convocado por el Taller Barradas de Montevideo, e impartido por un grupo de artistas y maestros sensibilizados con el tema del acercamiento del arte a la infancia, entre los cuales me cuento. Uno de los puntos que abordo en mis clases es, precisamente, cómo se da el inicio de la experiencia artística en los pequeños. Explico que antes creía que los comienzos tenían que ver con llevar a los niños a museos o talleres a ver cuadros o a mirar cómo trabajan los artistas. Y sí, cierto es que estas cosas influyen bastante, pero no en los primerísimos momentos, en los que la belleza pasa por otros lugares mucho más cercanos, caseros y afectivos.

Si pensamos en las primeras impresiones bellas que un niño percibe, aparece sin duda la cara de su madre, de su padre, de sus hermanos, de su familia. Las voces, los sonidos de la casa, las nanas, su cuarto, el sol, las sombras, aquella pared, aquel muñeco, su sabanita, su chal… Después los juguetes, la ropa, el patio, el árbol, la música. Y más adelante: la calle, el parque, la playa, la luna, los colores, lo hermoso.

Al mismo tiempo se empieza a dar significado a las palabras que nombran la realidad. Y con esto se va comprendiendo el mundo que nos rodea, porque sin palabras, sin relatos, sin canciones, ni juegos, no hay posibilidad para un niño de entender la complejidad circundante, de expresarse, de imaginar, de simbolizar, de hacerse persona.

Este proceso de mirar y escuchar lo bello, y de dotarlo de significado se hace acompañado por otros, que guían, muestran, narran, facilitan, explican. Primero apenas son ruiditos, sílabas repetidas o bromas sonoras las que decimos a nuestros niños. Tenemos que lograr que nos miren la boca, que deseen que les hablemos, que ensayen para copiarse de nuestros labios, que les den risa y curiosidad los ajoooo, los brrrr, los pppp, los cucú, los papapapás y las mamamamás.

Después ya les vamos contando lo que ocurre en cada momento. Una y otra vez. Sin cansarnos. Dedicándoles tiempo. Sabiendo que es así como comprenderán, como hablarán, como se harán sensibles a la belleza, como ingresarán a la cultura. Y es que esa disponibilidad generosa de los adultos a cantarles, a hablarles, a decirles cómo se llaman las cosas, a ponerlos delante del mar o a regalarles un ramito de flores, es el único itinerario posible para que los niños quieran crecer, aprender y comunicarse, para que lleguen a sensibilizarse ante la belleza, para que sientan placer al estar con otros y recibir su cariño.

Los afectos, los tiempos, los cuidados y las palabras, aderezados con el acercamiento a las cosas bellas y placenteras, llevarán a los niños de la mano a la comunicación, al deseo de estar con otras personas, a amar lo bonito, a la alegría de vivir. Seguramente por esto he dado tanto mérito a las buganvillas fucsia que sostenía aquel niño, porque traían anuncios de salud y de calma. Porque presagiaban momentos buenos. Porque hacían notar una relación que regalaba flores, atenciones y miramientos.

Nada que ver con la escena que presencié hace unos días, en la que una joven mamá, móvil en ristre, daba de mamar a su bebé mientras caminaba a paso ligero por la calle con una especie de delantalito de lunares que le tapaba el pecho. Me impresionó no verle la cara al niño, me impresionaron las prisas y las voces que gastaba, me impresionó el aparente desapego.

Los niños necesitan madres que tengan los ojos puestos en ellos, que les acaricien y les jaleen, que les canten y les cuenten, que les digan lo guapos que son. Madres con el suficiente enamoramiento para convencerlos de que son valiosos, listos y buenos. Y es que cuando se trae un niño a vivir, hay que contar con que necesitará nuestra presencia, nuestras palabras, nuestras bromas y todo el amor que podamos darle.

Parece que del ramito de flores me haya ido a otra cosa, pero no, estoy hablando de lo mismo. Hablo de que para que un niño tenga salud y alegría, necesita que alguien le regale tiempo, amor, belleza y palabras.

Así de bonito lo dice M. José Ferrada en su libro El idioma secreto:

Cuando mi padre nació,

mi abuela abordó para él una pequeña sábana blanca.

Descubrí en un cajón ese pedazo de tela

en el que aún se distingue lo que un día fueron

cuatro flores y un pájaro celeste.

Cuando mi padre nació,

mi abuela bordó para él una pequeña explicación de la vida.

Llegas al mundo un día.

Te abrigarán las flores y los pájaros.