La galería de los Alcaldes

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

El género necrológico es un género desesperado y contradictorio: sólo tiene un auténtico destinatario y es el único que ya no puede leer la necrológica. Los que hemos llegado a cierta edad y asumido en la vida algunas ocupaciones, practicamos con evidente desgana este oficio más a menudo que otros. Y lo hacemos sabiendo que hay otros obituarios escritos, bondades ya proclamadas. Estas líneas en todo caso deben ser escritas: no es un acto de benevolencia o de misericordia. Es un acto de civilización, de fraternidad. La pequeña dicha entre el dolor, al recordar que quedan hombres y mujeres a los que alabar, a los que imitar, siquiera sea llegando tarde. No es por ellos. Es por nosotros. Aunque nos quede la ligera esperanza de contribuir al consuelo de familiares o amigos. Así con Miguel Valor. Al que estamos honrando como una figura que hoy sería imposible de encontrar. No es que fuera raro: raros, son, entonces y ahora, otros.

A veces he pensado que uno de los lugares más deprimentes de Alicante es la galería de retratos de Alcaldes –y una Alcaldesa- que está a la entrada de la zona noble de nuestro muy noble Ayuntamiento. No es sólo que la calidad de los autores que inmortalizaron a los primeros ediles fuera casi unánimemente mejorable. Lo malo es que, si echamos cuentas, muy pocos fueron elegidos realmente con procedimientos democráticos. Y es fácil creer que ello sólo se debió a que en España abundaron los periodos autoritarios. Lo peor es que la mayoría de los allí pintados elegidos libremente no alcanzaron a hacer olvidar a los otros, no redimieron la galería de demasiada mediocridad. No todos, por supuesto. Y uno, Miguel, se nos va ahora.

Su mérito como redentor de periodos negros es más que apreciable. Se insiste estos días en la brevedad de su mandato. Pero es que demostrar que era posible ser decente, inteligente y persuasivo, en aquellas condiciones, en ese periodo terminal de una legislatura enloquecida, con tan poco tiempo, fue especialmente meritorio. Porque tiempo hubiera tenido para perseverar en desastres y aun para inventar alguno nuevo. Lo que apenas semanas tenía era para corregir el rumbo, para enderezar los discursos, para abrir las puertas consistoriales de manera insólita. Lo logró. Por eso le premiaron como le premiaron, como Juan Ramón Gil ha explicado en otro artículo.

Miguel Valor fue Alcalde como siempre deberían ser los Alcaldes: humilde sin pretensiones, promisorio sin mentir, dialogante sin hipocresía, callejero sin demagogia. Sencillamente estabilizó la ciudad, pintó de paz las páginas de los periódicos, inauguró una imagen de sencillez en las televisiones y nunca alzó la voz para apostrofar al contrario en una emisora de radio. Tanta novedad no pudo ser encajada por algunos. La última vez que hablé con él –en valenciano, como solíamos- yo era Conseller de la Generalitat y me llamó para algo relativo a la Fundación Mediterráneo. Tengo un grato recuerdo de aquellas palabras de política cultural bien entendida.

Por eso estoy agradablemente sorprendido al escuchar a algunas gentes glosar en él, sobre todo, su maestría en el diálogo y en el sosiego. Lo que no sé es porqué algunos no se lo aplican a sí mismos o no se lo exigen a los que aún pueden ser corregidos.