Opinión

Betty ha comprado tu artículo

Con lo que me costó desprenderme de mis cosas lo último que me falta es que una Betty o una Eloise me la jueguen

La compra compulsiva de ropa es un problema medioambiental y social

La compra compulsiva de ropa es un problema medioambiental y social / Agencias

Tengo mucha, mucha ropa. Muchísima. Demasiada ropa. Y bolsos. Y zapatos. Sobre todo playeras. Me di cuenta cuando mi primera casera me mandó un burofax para comunicarme que no me iba a renovar el contrato de alquiler. Me explicó que iba a vender aquel piso y me daba treinta días para desalojar. El piso no era de ella sino de su madre. A las dos les gustaba llamar al teléfono fijo de la que fue mi casa durante un año para ver si estaba yo allí o no porque la factura de la luz que llegaba les parecía muy baja (no me lo invento). También les encantaba cobrar el alquiler en metálico. Yo nunca en mi vida había recibido un burofax y sentí un pánico extrañísimo, pensé que había cometido algún tipo de ilegalidad. Jamás vendió ese piso, pero eso es otra historia a la que volveré en algún momento. Sí, fui consciente del problema por aquel entonces porque no me quedó otra que comenzar a preparar maletas y cajas con todas mis pertenencias, pero luego decidí hacerme un poco la loca e ignorarlo. Y seguí comprándome cosas. Durante los últimos diez años he ido acumulando cantidades ingentes de ropa que ya no cabe en ningún sitio. Ni en casa de mis padres ni en las maletas que guardo encima de mi armario ni en el armario mismo.

Tampoco en los cajones de la cama con mucha capacidad de almacenamiento que compré porque soy una persona de mi época, no tengo más opción que ir viviendo en pisos del mismo tamaño que la celda de un prisionero de guerra, por lo que todos mis muebles deben poder usarse para su propósito original y para guardar cosas que no caben en otros sitios. Una vez hecho este diagnóstico me receté un tratamiento radical para paliar la enfermedad: me desharía de todo aquello que no hubiera usado al menos una vez en los últimos doce meses. Ahí comenzó el proceso de negociación, no fue fácil. Intenté explicarme a mí misma que si no me había puesto algo ni una sola vez en todo un año esto significaba que había olvidado su existencia y había podido seguir con mi vida como si nada. No lo necesitaba. Pero, ¿y si en el futuro sí me hiciese falta esa chaqueta o esos pantalones? ¿Y si me surgía un evento y necesitase yo justo ese abrigo que llevaba tres años doblado y guardado en el fondo de una maleta olvidada? 

No podía precipitarme, tenía que pensármelo todo muy bien. Coloqué camisetas, vestidos, abrigos, faldas, chaquetas, camisas y pantalones en montañas por todo el suelo de mi salón y luego me fui a dar una vuelta porque ver todo aquello amontonado de repente me resultó abrumador. Por dónde empezar, qué descartar, qué hacer con lo descartado. Algunas de esas prendas guardaban un profundo valor sentimental. Mi vestido de graduación de la carrera y el que me puse en la boda de mi amiga Patricia. El traje que llevé cuando defendí mi trabajo final de máster. Siete camisetas de promoción que me dio mi editorial cuando salió mi primera novela a la venta. No he cambiado mucho de estilo con los años. Siempre intenté evitar llevar las mismas prendas que los demás, los tonos grises, beiges y marrones porque me resultan deprimentes y el naranja y el amarillo porque no van bien con mi tono de piel.

Me pareció sorprendente la cantidad de pantalones vaqueros exactamente iguales que una persona puede acumular y las americanas que alguien se llega a comprar pensando que las usará mucho para ir a trabajar. Supongo que se me olvidó mientras las iba comprando que soy de un sitio en el que la temperatura media son veinticuatro grados a la sombra casi todo el año. Si nuestra forma de vestir representa la manera en la que queremos presentarnos ante el mundo concluyo que a mí lo que me gusta es ser una persona distinta dependiendo del humor con el que me desperté. Hoy me siento punk, hoy me siento clásica, hoy me siento optimista, hoy estoy profundamente deprimida. Le saqué varias fotos a cada artículo del que decidí desprenderme tras días con el salón convertido en un tenderete y subí todo a Vinted para venderlo.

El proceso de venta es un tanto tedioso: cada vez que una chica francesa o alemana -son la mayoría de las usuarias de la aplicación- compra algo he de grabarme metiendo la prenda en cuestión en ese paquete que luego enviaré. No porque ellas me lo pidan, sino para tener pruebas de que por mi parte no hubo ningún tipo de engaño ni estafa durante el proceso. Son muchas las que una vez recibido el envío denuncian al vendedor en la aplicación alegando que o bien el paquete no les llegó o bien no había nada dentro. Con lo que me costó desprenderme de mis cosas lo último que me falta es que una Betty o una Eloise me la jueguen.

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