Retratos urbanos

Sólo nos queda un afilador ambulante en Alicante

Manuel Heredia Heredia, de 83 años, acude cada jueves y sábado a mercadillos con una motocicleta provista de amoladora y pulidora

Manuel Heredia, junto a su «Mobilette», en la calle de Rabasa donde reside desde hace cinco décadas.

Manuel Heredia, junto a su «Mobilette», en la calle de Rabasa donde reside desde hace cinco décadas. / PEPE SOTO

Pepe Soto

Si existe un sonido de nuestra infancia que, de vez en cuando, aún resuena en la vida, es el del afilador, siempre montado en bicicleta o en una pequeña moto, que acerca cuchillos y tijeras a circulares piedras para sacarles filo, y que larga vida tuvieron gracias al torno y a las manos de humildes amoladores. ¡«El Afiladooooorrrr»!, gritaba el ambulante bien provisto de su flauta, un «chiflo».

Hubo oficios urbanos: carboneros, fruteros barquilleros, pescaderos, repartidores de carbón y lejía, barberos, incluso vendedores de libros bien vestidos: sólo siguen en las calles limpiadores, butaneros o trabajadores de furgonetas de distribución. Y algún nostálgico afilador, posiblemente por amor a la tradición. Las nuevas tendencias económicas que implantaron la cultura de «usar y tirar» supusieron un duro golpe para este viejo oficio soberano. Demasiados desechables en nuestras vidas.

Manuel Heredia Heredia nació hace 83 años en una humilde cueva en el barranco de Benalúa, cerca de las altas chimeneas de 24 metros que sostienen el recuerdo de una antigua cerámica, construidas en 1923 y que son uno de los pocos vestigios de la arquitectura industrial que se conservan. Eran ocho hermanos. Sus padres, madrileños, llegaron a Alicante en una carreta tirada por dos burros hambrientos en plena Guerra Civil, con dos o tres churumbeles abordo.

El viaje muy fue largo, eterno: casi un mes tardaron en llegar desde la meseta hasta oler el mar. Se asentaron en un arrabal sin nombre. Ahí crecieron los Heredia en plena posguerra, en una barriada de cavernas próxima al Mediterráneo, pero lejana de la humanidad. Luego la familia se alojó en unas casas prefabricadas en Virgen de Remedio, casi de papel. Pero ya tenían luz y agua potable. Mejoraron. Menos ratas y basura.

Nada de colegio. Ni números ni letras. Todo gramática parda. Manuel empezó a trabajar a los seis años como limpiabotas, en la reparación de viejos paraguas o somieres y recogiendo chatarra por descampados y ramblas para ganarse el pan. Sus hermanos andaban por los mismos derroteros. Los padres, siempre montados en el carro, se dedicaron a la venta ambulante de productos de confección, zapatos y trapos o de cualquier cosa que se pudiera cambiar por dinero. Siempre en la calle. Con ocho bocas que alimentar y en tiempos de hambre y miseria, consiguieron salir adelante.

A los veinte años, Manuel decidió dejar el cepillo, el betún, la gamuza y el taburete: guardó la caja en un rincón de la humilde morada para uso personal. Cambió de oficio. Y se olvidó de los paraguas. Tenía ilusión y sólo disponía de una bicicleta oxidada, que armó con dos piedras redondas (una afiladora y otra pulidora) que giraban a las ordenes que sus pies daban a los pedales. Y disponía de una casilla para las necesidades de su ocupación. El afilador o amolador ofrece sus servicios de afilar cuchillos, tijeras, navajas, hachas y otros instrumentos de corte. Un trabajo en el que la chispa cuenta casi igual que la nobleza. Manuel anunciaba su llegada a los portales del vecindario con el «pito del afilador» o «chiflo» con una su breve melodía a modo de escalerilla musical. Ofrecía sus servicios en todos los barrios de la ciudad, en la comarca entera. «¡El Afiladoorrrr!». También llegaba a hogares alejados.

Demasiado pedaleo de lunes a lunes. La tecnología llamó a la puerta de este noble y amable gitano. A mediados de los años setenta de pasado siglo, Heredia adquirió su primera motocicleta: con la ayuda de un amigo instaló la amoladora y la pulidora. Dejó de pedalear y sus viajes fueron más cortos en el tiempo. Y siguió con el noble oficio de afilador: nada de usar y tirar, todo se puede reparar.

Desde hace bastantes años, atiende a su clientela en una «Mobilette», modelo «Cady», de principios de los ochenta del pasado siglo, que costaba la mitad que un «Vespino». La motocicleta está limpia, intacta, pese al paso del tiempo. Manuel es padre de siete hijos y abuelo de decenas de criaturas apellidadas Heredia.

Siempre ha vencido o ha convencido al acero, al de antes compuesto de carbono, o al material inoxidable que mandan los tiempos de la salubridad modernos a base de cromo, níquel y molibdeno. Tarda cinco o diez minutos en otorgar al metal el filo que precisa, a buen precio: de tres a cinco euros la pieza.

Viudo desde hace nueve años, vive en su casa de Rabasa con una de sus hijas, Manoli, de 55 años. Ha afilado miles, millones de objetos de corte en calles, mercadillos o plazas.

Manuel Heredia es discreto, como los árboles. Apenas se mueve. Los jueves se planta con su motocicleta a la entrada principal del mercadillo que se instala en un amplio solar de la calle Teulada, en Alicante. Los sábados se traslada a San Vicente del Raspeig y se coloca en medio del trasiego de vendedores y clientes que buscan de todo al mejor precio. Quieto. Tranquilo y sereno, aguarda algún pedido. Siempre pegado a su «Mobilette».

La charla transcurrió amablemente en la puerta de su casa, en una callejuela de Rabasa. Con Manuel también estuvo presente un vecino ilustre del barrio, amigo y también periodista, Antonio Balibrea. Saludamos a dos de sus hijos y charlamos con Manoli Heredia, mientras limpiaba los cristales de la farmacia del barrio.

Manuel lleva una vida tranquila. Tiene buena familia y grandes vecinos. Sólo sale de Rabasa cada jueves y todos los sábados con su motocicleta dispuesto a afilar tijeras o navajas. Tal vez para sentir que ahí sigue, que es importante y necesario: como explicó Benito Pérez Galdós en el segundo volumen de los «Episodios Nacionales», en la novela «La Corte de Carlos IV»: «Pacorro Chinitas, el amolador, personaje que tenía establecida su portátil industria en la esquina de nuestra calle”.

Manuel está integrado en un barrio de casas bajas, sencillo y ejemplar, en la esencia de la multiculturalidad, donde se respeta a cada uno y a cada cual. Las palabras, a veces, cortan más que los cuchillos o las navajas y hacen saltas más chispas. El viejo afilador está a salvo en Rabasa. Y, de vez en cuando, juega con vecinos al dominó en un club exclusivo para mayores.