Tribuna

El epicentro del pensamiento

Miguel Ángel Santos Guerra

Miguel Ángel Santos Guerra

Muchas veces me he preguntado cómo pueden convivir en la misma especie, en el mismo tiempo y en los mismos lugares, personas tan diferentes. La especie humana, que ha sido capaz de descubrir la vacuna contra la covid-19 en un tiempo record, alberga también negacionistas que, contra toda evidencia, piensan que la vacuna no sirve para nada y que a través de ella, además, nos han incorporado un chip de control. ¿Cómo pueden coexistir personas tan tan inteligentes y personas tan tan estúpidas en las mismas fechas y lugares?

Se cuenta que cuando Albert Einstein conoció a Charles Chaplin le dijo: “lo que admiro de su arte es que usted no dice una palabra (eran los tiempos del cine mudo) y sin embargo todo el mundo le entiende”. Chaplin le respondió: “cierto, pero su gloria es aun mayor; el mundo entero le admira cuando no entiende una palabra de lo que dice”. Dos genios. Y tantísimos estúpidos. Einstein decía: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y sobre el universo no estoy tan seguro”.

Cuando veo cómo se escucha a videntes y a echadores de cartas, a políticos populistas como Trump y Bolsonaro (por no citar a otros más cercanos), a predicadores que, entre aleluyas y amenes, curan con la mirada y desprecian la ciencia médica, a personajes de la televisión que son especialistas en banalidades, me cuesta creer que todos pertenezcamos a una especie racional.

Cuando veo que la gente hace colas de horas para comprar lotería en la Administración de Doña Manolita, en el centro de Madrid, sin caer en la cuenta de que existe la misma probabilidad de que toque el premio allí que si la comprara en cualquier otra Administración, cuando alguien dice “a mí no me importa que suba la gasolina, porque yo echo siempre cien euros”, cuando hay tanta gente que se guía por el horóscopo como si de un manual científico se tratase, cuando veo que alguien cae en un precipicio por hacerse un selphie, cuando contemplo con qué fe se utilizan amuletos o se cree que un gato negro trae mala suerte, cuando veo que se buscan las llaves perdidas debajo de una farola porque allí hay más luz, me pregunto dónde está nuestra racionalidad.

Me pregunto muchas veces: ¿a qué escuela fueron los fanáticos seguidores de Donald Trump o de Jair Bolsonaro? ¿Qué aprendieron en ella? ¿Qué herramientas intelectuales adquirieron para analizar la realidad? ¿Qué criterios les brindaron para tomar decisiones?

Las cosas no son lo que parecen. Vemos muchas veces solo las apariencias, pero las apariencias engañan. Steven Pinker (psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense nacido en Montreal en 1954) en su libro “Racionalidad”, cuenta esta simpática historia. Un hombre acude al sastre para que le haga un traje. Cuando se lo prueba le dice al sastre:

- Tiene que cortar un poco esta manga, pues me queda larga.

El sastre le dice:

- No hace falta, doble el codo y ya verá cómo sube la manga.

El cliente, después de hacer lo que el sastre le ha pedido, replica:

- De acuerdo, pero cuando lo hago, se sube el cuello por atrás.

El sastre le sugiere de inmediato, después de observar a su cliente:

  • No importa, levante la cabeza, échela hacia atrás y le quedará perfecto.

Así lo hace el cliente quien, después de ver los efectos, le dice al sastre:

- Pero ahora el hombro izquierdo está unos centímetros más elevado que el derecho.

Sin inmutarse, el sastre le dice:

- No importa. Basta inclinar la cintura a la izquierda y se iguala.

El hombre sale de la sastrería con el brazo doblado, el hombro inclinado, la cabeza hacia atrás y el torso doblado. Camina espasmódicamente. Dos peatones que le ven salir de la sastrería se dicen:

  • ¿Has visto esa persona con discapacidad? ¡Qué lástima!

El compañero replica:

  • Sí, una pena, pero su sastre es un genio. El traje le queda como anillo al dedo.

Qué fácilmente nos dejamos engañar por las apariencias. Me pregunto muchas veces por la credulidad extrema que mostramos ante la explicación que se nos da del mundo.

La racionalidad es la búsqueda inteligente de fines concretos, mediante el uso adecuado de la razón. Es absurdo pretender conseguir unos fines sin utilizar los medidos adecuados. No es racional esperar conseguir personas críticas haciéndoles repetir de memoria en la escuela lo que nosotros decimos o exigiéndoles obediencia ciega ante las normas.

La racionalidad consiste también en aplicar de manera consciente la razón humana para tomar las mejores decisiones.

Reconocer la propia ignorancia es un ejercicio de racionalidad. La explicación es simple: con este reconocimiento se afirma que se está siempre en búsqueda de información y de iluminación. Ser racional significa estar siempre dispuesto a aprender, a no dejarse abatir por la dificultad de enfrentar un problema, a conocer algo nuevo.

Cuando el receptor de un mensaje busca la lógica y la razón de lo dicho, se engarza en un proceso de reflexión, en contraste con la propia experiencia que enriquece el conocimiento que tiene del mundo. Si alguien relativiza la palabra humana del otro, pierde la oportunidad de ser racional y, por tanto, hace de la ignorancia un valor y una meta.

Una mente sagaz encuentra en un problema la motivación para reflexionar, pensar, adquirir más conocimiento y crecer. Quien se da por vencido o se considera idiota ante un problema, renuncia a ser racional. Cuando un problema es insalvable, la mente crítica sabe reconocer su limitación, evalúa sus yerros y se confía al conocimiento ajeno y al desarrollo de las ideas.

Para la persona irracional, la inmutabilidad es sinónimo de verdad, sin más. En cambio, para el ser humano racional el razonamiento se tiene que ajustar a la evidencia, a la evaluación de aquello que se experimenta, a los resultados de la praxis humana y a su crítica y, sobre todo, a la adecuación/recreación conceptual.

¿Qué significa, en cambio, ser irracional? No molestarse en comprender aquello que parece difícil, contentarse con lo que tenemos a la mano y sabemos controlar, creer que se tiene la última razón en todo, contentarse con lo aprendido y no ir más allá de lo consabido.

De lo dicho se desprenden algunos corolarios. En primer lugar, el diálogo y el encuentro con discursos diversos son esenciales para poder crecer en la creación de la propia racionalidad. Sin el encuentro con experiencias y culturas diversas, no se desarrolla la capacidad de discernir la realidad de manera adecuada. En segundo lugar, la búsqueda de distintas perspectivas para afrontar un fenómeno es inherente al acto racional, a sabiendas de que, de ordinario, no es posible recorrerlas todas. Y, en tercer lugar, solo hay una forma de ser racionales: en una comunidad donde los individuos se ayudan a buscar la objetividad y la verdad, aunque sea esta una empresa que no puede ser concluida nunca. Como decía Gandhi: “Uno debe ser tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad”. Uno debe ser humilde para poder ser verdaderamente racional.

Ser racional significa, por tanto, ser político: interesarse por la vida común, no solo como forma de obtener conocimiento, sino como única posibilidad de desarrollo verdaderamente humano. No es cierto que el infierno sean los otros, como dijo Sartre; el infierno es creado por nosotros cuando, en la arrogancia de nuestra pretendida posesión de la verdad, no reconocemos la necesidad de los otros y de sus palabras, de sus pensamientos y de su comprensión de la vida.

No se oye hablar de cooperación, de creación de sueños consensuados, de aceptación de lo diverso como oportunidad para el crecimiento. Hoy se habla solo de éxito, de victoria y, en el peor de los casos, de la firme determinación de ser oposición a cualquier cosa. A tan poco nos ha reducido el afán de poder.

Necesitamos recobrar la humanidad, es urgente que de nuevo optemos por la racionalidad. Puede decirse que la noción de racionalidad está asociada a la facultad de reflexionar, comprender, pensar o crear. La escuela es el epicentro del pensamiento. Tiene que enseñar a pensar, no qué pensar.