Para que no haya duda

Santiago Abascal, entre Carlos Flores y Vicente Barrera, este lunes en València

Santiago Abascal, entre Carlos Flores y Vicente Barrera, este lunes en València / Europa Press

Ana Martín-Coello

Ana Martín-Coello

“Unos mercenarios nazis casi toman Moscú y un torero admirador de Franco es vicepresidente de una comunidad autónoma”. 

Así podría empezar la sinopsis de cualquier saga fantástica que, merced al milagro transmedia, se vendiera, primero, en tres tomos, pasara, después, a convertirse en una serie estrenada en multiplataforma y, finalmente, tuviera su correspondiente fandom, su merchandising y hasta su parque de atracciones. 

Pero estamos en el aquí y el ahora y estos dos hechos, aparentemente sin relación entre sí, son el síntoma de que algo malo se nos viene encima, de que la Europa en la que hemos vivido los últimos años está cambiando de cara y de cuerpo. 

El líder de los mercenarios, que tiene tatuado en el cuello el emblema de las SS con runas sig —para que no haya duda— se reviró, sin éxito, contra Putin. 

¿Quiere decir esto que cambió de postura e ideología? No. Quiere decir, únicamente, que ser un ultra no te impide querer quitarle el poder a otro ultra. 

¿Tiene algún significado el hecho de que un torero abogado político haya manifestado sentirse orgulloso del franquismo? Lo tiene, poco hay que explicar.

Pero andamos confusos entre realidad y ficción, así que todo nos parece broma y poca cosa. Nos hemos olvidado, a fuerza de hablar de más, de tuitear de más, de opinar de más, de que las palabras están cargadas. De que matan, literalmente. 

Y hemos olvidado, en consecuencia, que si un mercenario adora al ejército privado de Hitler no es un héroe, por poco que nos guste su antagonista. 

Y que si un consejero de Cultura quiere llamar a su caballo Caudillo o Duce y se dice admirador de Franco, es muy posible que su idea de la libertad de expresión se acerque más a la del Movimiento que a la de la derecha europea civilizada. 

Y que si la presidenta de un parlamento es antivacunas y niega la violencia machista, y el cambio climático y el progreso, en fin, que tanto nos ha costado, es seguro que vote permanentemente en contra de la libertad y los derechos humanos más básicos. 

Y que si un cabeza de lista al Congreso, que se autoproclama “español de bien, gente decente”, ha sido condenado por violencia reiterada hacia su exmujer, da igual a qué se dedique y cuáles sean sus méritos académicos: sus estándares morales y su posición en la vida están más que claros. 

Así podríamos seguir un largo rato, aclarando las dudas de quienes piensan que bueno, que tampoco es grave, que el mundo no va a dejar de girar porque VOX gobierne, cogobierne o retrogobierne este país y sus autonomías, esas de las que reniega y que siempre quiso desmantelar. 

Y, créame, de verdad: Yo puedo comprender perfectamente que a usted, que bastante tiene con llegar a fin de mes, porque vivir es una cosa muy chunga, no le interesen lo más mínimo los sicarios de Wagner o los chechenos de Kadirov, que, además de quedarle muy lejos, tienen nombre de grupo coreográfico. 

Pero igual debería preocuparle que la ultraderecha esté «derogando» —hallazgo por el que se felicitan continuamente—, libertades y conquistas sociales que no nos molestábamos ni en cuestionar, porque estaban más que seguras hasta anteayer por la tarde. 

No son conservadores, no. Conservadora era mi tía Rosa, que se negaba a comprar café molido y renegaba de la lavadora. 

Estos son apóstoles del retroceso, de la carcundia. Del blanco y negro. 

Mientras hacemos coñas en twitter, montajes inofensivos con IA, ellos siguen, sin complejos, a tumba abierta, cargándose, inexorablemente, todos los avances. 

Lo hacen con la tranquilidad de quien nada teme, de quien sabe que puede reventar, desde dentro, el mismo sistema que le ampara. 

Y mientras usted se piensa veinte veces si contar en público una bobería inofensiva por si puede herir a uno, dos o treinta paisanos, ellos van con todo, a saco y sin miramientos. 

Para que no haya duda. 

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