Vampiros en el ‘after’

La salida de cualquier antro de costa con las primeras horas del día se mantiene desde hace décadas como uno de los tópicos del verano. Pasados los años, se recuerda aquel hábito estival entre la nostalgia y el sonrojo

Vampiros en el ‘after’

Vampiros en el ‘after’ / JorgeFauró

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Con los primeros rayos del sol agosteño, a veces al mediodía, en ocasiones por la tarde e incluso al día siguiente, con el mismo sol de la mañana anterior cayendo a plomo con el efecto dañino que destruye al vampiro, salían del after hour puestos como piojos. La ropa pegada al cuerpo por la humedad, la chaqueta arrugada y la camisa en modo faldones sobre un pantalón como un cuadro abstracto, salpicado de ronchas de varias mezclas de alcoholes y no querías saber de qué más, huellas reconocibles de una noche de farra y vacío; acaso el cuello tiznado de maquillaje de un amago de ligue de cuatro horas antes, los pies ardiendo e hinchados de tantas horas soportando el cuerpo o de bailar en círculos sobre un suelo pegajoso, pisando como Neil Armstrong lo hizo en la Luna, el teléfono de un desconocido anotado a toda prisa en la tarjeta del local, la boca reseca y el flequillo soldado a una frente arenosa argamasada de muchos sudores de distintas horas. Lo que restaba de día se antojaba el Alpe d’Huez.

Vestidos de sábado noche, sin un duro en el bolsillo y entremezclados con los turistas que a esa hora se disponen a conquistar un condominio de arena próximo a la orilla; o mezclados en tiempos lejanos entre quienes trotaban felices hasta un aperitivo de vermú y sardinas a 100 pesetas, se arrastraban, como hoy todavía, los últimos supervivientes de la noche playera de tantos enclaves de la costa española.

Da igual en qué parte del litoral ocurriera esto. Aún se celebra como una costumbre ancestral que —por pudor y responsabilidad paternofilial— jamás se ha transmitido de padres a hijos, pero que en una parte de la juventud ha transitado de una generación a la siguiente como un hábito estival. Inesperada, casi furtiva y emocionante al mismo tiempo, la noche vampírica representaba la pérdida de la virginidad noctámbula tras la que muchos resolvían no repetir la experiencia. Otros no volvieron a desandar el camino desde la primera vez que salieron reptando de un antro de costa, dejándose la dignidad en el interior de un after desde el momento en que el DJ anunciaba el final de la sesión con una pieza de Snake Corps, la enésima vez en la madrugada que sonaba el éxito de Chimo Bayo o la última remezcla de ‘acid house’ traída del clubbing de Londres.

Pasados los años, se recuerda todo aquello entre la nostalgia y la vergüenza. Para quienes gustan de cacarear que la juventud de ahora no tiene remedio, lamento decepcionarles. Los jóvenes de hace 35 o 40 años, padres y madres de la chavalada que hoy sale de otro tugurio con las ojeras de un mapache —al igual que antaño—, hacían exactamente lo mismo, con la diferencia de que los de entonces tuvieron la oportunidad de comprar una casa, de adquirir un par de coches a lo largo de la vida laboral o de cobrar dos años completos de paro. Algunos hasta llegaron a formar una familia, desestructurada o no. Donde antes sonaba ‘house’ ahora se pincha a Steve Aoki o Carl Cox.

Los after eran y son locales de recogida de calaveras arrastrados por un coche escoba invisible, donde acababan y acaban los rescoldos del límite horario de las discotecas y bares del moderno. Madrigueras canallas aptas para soltar la lengua, donde lo interesante ocurre en los aseos y lo tedioso en las barras; camareros y camareras que soportan la chapa del que se resiste a volver a casa y a pasar las horas siguientes comiendo techo, historias que se repiten como eterno retorno desde el último cuarto del siglo XX, cuando Radio Futura cantaba «Luna de agosto, / hazme llegar a mañana / sin este sueño asesino. / Madre y señora del vino. / Luna de agosto».

A veces me asomo a internet para saber qué fue de aquellos con los que coincidí cuando faltaban diez o doce años para acabar el siglo. Algunos son abuelos, uno preside una filial de una empresa del Ibex; unos pocos continúan siendo vampiros, eternos crápulas sacados de una novela de Anne Rice. Otros han muerto. Facebook está lleno de cuentas abandonadas que nadie atiende ya, un metaverso fantasma poblado de gente que ya no está entre los vivos donde los arbustos de rodamundos cruzan de un lado a otro la calle virtual a merced de un viento imaginario. El titular no dejó la contraseña y ahí sigue, con el tiempo detenido y su álbum de fotos lleno de sonrisas y recuerdos de cuando salía del after, de aquellas noches de agosto que empalmaban con el sol de la mañana y parecía que podían prolongarse por toda la eternidad. Y resultó que no.

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