Tierra de nadie

Choque lunar

Juan José Millás

Juan José Millás

Llevaba dos horas leyendo, en el sofá, cuando abandoné el libro abierto entre las piernas y cerré los ojos para descansar un poco la vista. Sentí entonces que me inflaba y me inflaba hasta que la habitación quedó dentro de mí en vez de yo dentro de ella. Sabía que se trataba de una sugestión que desaparecería si abría los ojos, pero no los abrí y continué inflándome hasta que desbordé los límites de la casa que pasó a formar parte también de mi interior. Lo mismo fue sucediendo luego con la calle, con el barrio, con la ciudad… Mi cuerpo crecía y crecía y mis vísceras se amueblaban con todo aquello que hasta entonces había formado parte del paisaje de afuera.

Sonreí para mis adentros cuando llegué tan alto que también las nubes empezaron a cruzar los espacios de mi bóveda craneal. Las veía ir y venir impulsadas por una suave brisa que las obligaba a adoptar las formas caprichosas de un animal o de un objeto. Cuando chocaban con las paredes de la calavera daban la vuelta, aunque algunas intentaban atravesarlas y, quizá como efecto de la presión, descargaban verdaderas tormentas de agua. Llovía, pues dentro de mí, y el agua buscaba los lugares naturales por los que discurrir, las torrenteras, podríamos decir, de mi organismo, que quizá llevaba siglos esperándola. Y yo notaba pasar todo aquel diluvio por mi garganta como si fuera una catarata que, mezclándose con mi saliva, se despeñaba con violencia hacia el estómago.

Y aún así no dejaba de crecer y crecer, de inflarme, de modo que en el interior de mi pecho había rayos y truenos y granizaba y se daban fenómenos atmosféricos que hasta entonces solo había visto por la televisión. Y yo continuaba, pese a todo, plácidamente sentado en el sofá, con el libro abierto y los ojos cerrados, dejándome arrastrar sin resistencia alguna por aquellas sensaciones inéditas. Recuerdo incluso haber tenido miedo de que el ruido de una puerta o el sonido de un teléfono me obligaran a salir de la ensoñación. Pero no sucedió nada, de modo que continué creciendo hasta el punto de que mi cabeza escapó de la atmósfera. Al poco, sentí un golpe en la frente y volví en mí. No me atrevería a jurarlo, pero creo que acababa de tropezar con la Luna.

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