Ante la Cumbre de Granada: no cabe ampliar la Unión sin profundizarla

Archivo - Banderas de la UE en una imagen de archivo.

Archivo - Banderas de la UE en una imagen de archivo. / JAMES ARTHUR GEKIERE / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO

Domènec Ruiz Devesa

Domènec Ruiz Devesa

Los días 5 y 6 de octubre se reúnen en Granada, bajo presidencia española del Consejo de ministros de la UE, la Comunidad Política Europea (CPE), y el Consejo Europeo. La CPE, de reciente creación, es un foro de 44 gobiernos de dentro y de fuera de la UE. El segundo órgano reúne a los 27 jefes de estado y de gobierno de la UE, en una suerte de jefatura de estado colectiva de nuestra Unión, encargado de fijar las orientaciones generales de la misma. Esta cumbre ha de abordar la cuestión de la ampliación de la Unión a nueve nuevos Estados miembros: Albania, Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Montenegro, Macedonia del Norte, Serbia, además de Ucrania, Georgia, y Moldavia.

La guerra de agresión de Putin en Ucrania ha convertido la adhesión de este país en una obligación moral y geopolítica, pero al mismo tiempo era evidente que los Balcanes Occidentales no podían seguir indefinidamente en la sala de espera. Por lo que se ha relanzado un proceso, el de la expansión geográfica de la UE, prácticamente paralizado desde la firma del Tratado de Lisboa en 2007, con la salvedad de la adhesión de Croacia (la última registrada) en 2013, y que supone ampliar la esfera de paz, democracia, libertades, y Estado de Derecho que la Unión ofrece a sus miembros, junto al mercado interior más grande y desarrollado del mundo.

Cierto es que tampoco se han producido reformas de calado a los Tratados desde 2007, lo que no es casualidad, ya que las ampliaciones suelen ir acompañadas de reformas institucionales que permitan a la UE seguir funcionando con eficacia, y mayor democraticidad, ante la llegada de nuevos miembros. Así fue con el Acta Única de 1986, que coincidió con la adhesión de España y Portugal, el Tratado de Maastricht de 1992, antes de la ampliación a Austria, Finlandia, y Suecia (1995), y la Constitución Europea de 2004 (después aprobado bajo la forma del Tratado de Lisboa), al tiempo de la gran ampliación del mismo año al Centro y el Este de Europa (diez nuevos estados, seguidos en 2007 de Rumanía y Bulgaria).

¿A qué se ha debido esta doble parálisis? En lo que se refiere a la ampliación, algunos consideraron que a pesar del Tratado de Lisboa (que aumentaba las políticas sometidas al voto por mayoría cualificada y creaba el Servicio Europeo de Acción Exterior), la última ampliación había causado una importante pérdida de cohesión entre los socios, los nuevos menos interesados en la dimensión política (recién recuperada su soberanía nacional tras dejar de ser satélites de la extinta URSS), y en la de seguridad (fiándola exclusivamente a la OTAN). También sorprendió la deriva autoritaria en la Hungría de Orban a partir de 2010, planteándose la cuestión (no resuelta aun) de cómo garantizar que los Estados no pueden experimentar retrocesos en su carácter democrático tras adherirse a la UE. A lo que hay que sumar una larga serie de desafíos que ha ocupado a la UE desde el 2007, empezando por la crisis financiera y del euro, pero también las primaveras árabes y los flujos migratorios, la ilegal anexión rusa de Crimea en 2014, la aceleración del cambio climático, o el propio Brexit (proceso contrario al de la ampliación), hasta culminar con la presidencia de Trump en los Estados Unidos, la pandemia, y la nueva guerra en Ucrania, con la consiguiente crisis energética e inflacionaria.

Por otro, el trauma de las derrotas en los referendos de ratificación de la Constitución Europea en Francia y Holanda de 2005 crearon el tabú contra la reforma de los Tratados que persiste hasta el día de hoy, a pesar de que sus costuras están cada vez más tensionadas con cada crisis que la UE ha de enfrentar, con operaciones al límite de los Tratados (política monetaria del BCE, Plan de Recuperación para Europa, unión sanitaria...)

Pero tras la situación creada con la guerra de a gran escala de Putin en Ucrania, la profundización del proyecto de integración es ahora ineludible, tal y como defiende el Parlamento Europeo. En Granada hay que empezar a dilucidar no tanto el “qué” (la ampliación) sino el “cómo” (cómo llevarla a cabo desde el punto de vista financiero e institucional).

En el primer terreno, sin duda el presupuesto de la UE tendrá que aumentar si se quiere mantener una política de cohesión que no beneficie exclusivamente a los nuevos socios. En el segundo, la suma aritmética de Estados a reglas constantes, supondría nueve nuevos vetos en el Consejo, y otros tantos comisarios, hasta alcanzar el número de 36, lo que es inasumible. Sobre todo en lo relativo a la toma de decisiones en el Consejo, y al consiguiente aumento de las posibilidades de bloqueo por el uso (y abuso) del veto en determinadas políticas de carácter estratégico (política exterior, fiscalidad, presupuesto plurianual, recursos propios, ley electoral, vigilancia del Estado de Derecho, reforma de los Tratados, entre otras). En una Unión a Treinta y Seis tampoco es aceptable que la Eurocámara siga sin poder participar en la aprobación de los ingresos de la Unión, incluyendo nuevos impuestos europeos y la emisión de deuda pública, ni tener capacidad de iniciativa legislativa. Teniendo en cuenta además que no todos los elementos de esta lista pueden abordarse utilizando el potencial no aprovechado del propio Tratado de Lisboa (uso de pasarelas, reducción del número de comisarios), y que bienvenido sea, entretanto). Parafraseando a los federalistas de la Revolución americana (“no taxation without representation”), no cabe ampliar sin profundizar, sin adoptar un nuevo Tratado más federal y democrático.