El reencuentro
La celebración cíclica del Día de Todos los Santos refleja el cuidado que dispensa la liturgia hacia nuestros difuntos. Es el eco de una esperanza que perdura a través de los siglos: lo que el filósofo alemán Robert Spaemann denominaría el “rumor inmortal”, ese ruido de fondo que se niega a desaparecer. Lo característico del ser humano es que la vida no termina con la muerte, sino que persiste en la memoria y más allá de la memoria. Esta verdad la descubrí un 20 de abril de 1999, cuando se perpetró la masacre de la Escuela Secundaria de Columbine, en los Estados Unidos. Aquel día, a aquella misma hora, en Nueva Jersey un profesor nicaragüense de Antropología Evolutiva nos explicaba en clase cómo los neandertales enterraban a sus muertos junto a collares de flores. La humanidad se encuentra siempre del lado de la vida, pensé al llegar a casa y ver la noticia en el televisor.
Los antiguos griegos, mucho antes de que el monacato cristiano adoptara esa palabra, llamaban acedia al abandono de los cadáveres. Acedia era uno de los principales males que el hombre pudiera imaginar: dejar un cuerpo inánime bajo el sol, sin sepulcro, sin respeto alguno; poco más que carroña, como hacen los animales con los animales. Empédocles y Cicerón fueron especialmente hostiles hacia esta actitud, que percibían como un signo definitorio de los pueblos deshumanizados. Sabían que, si no se honra a los muertos, tampoco se cuida a los vivos. En efecto, la cultura cristiana tradujo primero el concepto de acedia –a la que los Padres del desierto llamaron “el demonio del mediodía”– como “descuido del alma” y después, ya con el papa Gregorio Magno, pasó a designar una tristeza sin fondo: algo muy cercano ya a la muerte espiritual.
Algunos científicos sostienen que nuestra mente se inclina neurológicamente hacia la adopción de rituales diversos. Una revista, hace años, llegó a hablar de una “mente litúrgica” como característica primoridal de la psicología humana. Tiene sentido: los rituales forman patrones de conocimiento y también facilitan nuestra inserción en una sociedad históricamente marcada por la violencia. El Día de Todos los Santos es el rito por antonomasia de la muerte no teñida de nihilismo, de la muerte vinculada al amor y a la memoria, de la muerte que escapa a la acedia, es decir, atendida, acompañada, esperanzada. Decía Ernst Jünger que a los pueblos se les conoce por sus mercados y por sus cementerios –quizás habría que añadir también por sus fiestas– y uno de los grandes momentos stendhalianos de mi vida fue cuando visité, una mañana de agosto, el camposanto de Skogskyrkogården, en Estocolmo: una maravilla paisajística y arquitectónica, obra de Erik Gunnar Asplund y del misterioso Sigurd Lewerentz. Aquel, en efecto, no era un lugar de muerte, sino un espacio de esperanza. Los ciervos, correteando entre las tumbas, nos saludaron al pasar. El silencio sagrado no resultaba inquietante sino humano, rico, fértil.
Nos paramos con mi familia a tomar un café y unos bollos de canela, mientras el sol jugaba con las hojas de los árboles. En el rostro de los que paseaban por el cementerio, brillaba un anhelo de reencuentro. Cuando se ama, ninguna vida se pierde.
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