La náusea cotidiana

Rajoy defiende el 155 y asegura que la principal propuesta de Sánchez es "levantar un muro contra 11 millones de españoles"

Rajoy defiende el 155 y asegura que la principal propuesta de Sánchez es "levantar un muro contra 11 millones de españoles" / José Luis Roca

Javier Mondéjar

Javier Mondéjar

El día a día no deja de ser una mañana plomiza de lunes y una sopa espesa de rutina insufrible. No hay nada peor, si exceptuamos una tarde de domingo que no juegue tu equipo o una fiesta entre semana sin puente. En la semana, el año y la vida son mayoría eso que llamamos día a día, momentos grises en los que continuamos adelante aunque queramos apearnos del mundo. No hay mayor decepción, cuando llegas al poder, saber que gestionar lo cotidiano te llevará una parte fundamental de tu tiempo y lo brillante apenas son dos chispazos que llenan 15 segundos de telediario.

¿Son mejores políticos los que gestionan bien y de forma aburrida o los que nos ponen en el camino de lo insólito y se atreven con decisiones arriesgadas? ¿Fue Rajoy mejor presidente que Zapatero, Suárez mejor que Aznar? En esto, como en todo, cuenta la ideología. Si eres conservador pretenderás que nada se mueva demasiado y si eres progresista a lo mejor te apetece que todo salte por los aires para construir una nueva realidad. 

Una autora cubana, Zoe Valdés, con la que intercambié correspondencia en los antiguos días de carta, estilográfica y sello, escribió una fantástica novela que se titulaba “La nada cotidiana”. Fuera de lo que contaba acerca de su gris adolescencia en un gris país como la Cuba de la Revolución, es que un día era igual que el otro y que el siguiente. No había perspectivas de que nada cambiara ni personajes que lo quisieran cambiar. Algo así como el Alicante de hoy, más aburrido que unas sopas de ajo. 

Fea, aburrida y formal. Es una forma de ver la contrapartida a una política espitosa y esperanzadora pero que siempre es arriesgada y de hecho suele devorar a sus promotores. He escuchado mil veces en mi vida eso de que lo que funciona no lo toques y, debo decir que no es verdad, para nada lo es. Igual que el fracaso te mata, el éxito pasado te mata también, aunque tarde más y no te des cuenta. A fuerza de repetir lugares comunes es sencillo pensar que las cosas funcionan, que la autonomía o el país van como un tiro, que a los de tu alrededor les va de fábula. Puede ser, pero cuando todo está en su apogeo es el único momento válido para buscar un nuevo camino. Antes será imposible y después nadie se atreverá.  

A veces tengo esa sensación del príncipe de Salinas de que hay un mundo antiguo que ha muerto y uno nuevo que se resiste a nacer. El miedo guarda la viña, pero también impide que se prueben nuevos cultivos. Nuestra vieja Europa es sabia, pero terriblemente lenta y burocrática y los países emergentes no preguntan si están escogiendo el mejor camino, no crean grupos de trabajo, hacen. Somos como el Neandertal, que no vio que su momento había acabado y que su enorme cerebro ancestral ya no era una ventaja frente a los procesos mentales más ágiles de nuestros antepasados. 

Los españoles estamos ahora mismo mirándonos el ombligo de si preferimos venganza o perdón en un rinconcito muy pequeño de nuestro país, sin saber muy bien dónde nos conducen ambos caminos. Dentro de un siglo seguramente los historiadores se preguntarán porqué no vimos que el mundo iba hacia otro lado, mientras nosotros nos parábamos a discutir sobre naderías. La historia demuestra que el ensimismamiento es la mejor manera de que otros más jóvenes nos pasen por encima. El siglo XIX en España fue un llorar continuo por la leche derramada, perdiendo un tren tras otro, una generación tras otra, y vamos camino de repetirlo. 

¿De verdad tenemos que vivir pendientes de ridiculeces y no de asuntos importantes? Pues parece que hay una parte de la sociedad que está más que contenta de que nunca se avance en común, de que los palos en las ruedas sean la única política posible. Elevar la anécdota a categoría y encastillarse en ella debe ser importante, a juzgar por las masas que piden quemar la sociedad hasta los cimientos y se abrazan a banderas, himnos y principios que han decidido que son inmutables, cuál si fueran las tablas de la ley y las bajara Moisés en persona. A mí me da pereza y un cierto regusto a sopa rancia, pero seguramente será mi culpa por vivir en otro mundo y a veces en otros siglos. 

Ahora por ejemplo ando en la Roma de Cicerón, el joven Cayo Julio César y el final de la República y no crean que cambia mucho el panorama: los añorantes de tiempos pasados se juntaron con los cobardes de los tiempos nuevos y fueron madrugados por Julio, Marco Antonio y Augusto. Los “modernos”, mientras los “clásicos” discutían comas, artículos, prerrogativas y constituciones, tumbaron el tablero y crearon una dinastía de monarcas dictadores que acabó con una forma de democracia más o menos representativa. Y tuvieron que pasar 1800 años, siglo más siglo menos, hasta volver al origen. 

Gracias a Júpiter y a Venus Afrodita yo no lo voy a ver, pero así y todo me dan náuseas sólo de pensarlo.