Golpe franco
Fado molto andante
Cuando se produjo el mayor incendio portugués de la última parte del siglo XX había en Lisboa un enviado muy especial, José Saramago, que luego sería premio Nobel de Literatura, entre otras novelas por Ensayo sobre la ceguera.
Este periodista lo llamó por teléfono, para que contara el más famoso escritor portugués después de Pessoa los aspectos más sobresalientes de aquel drama. Lo hizo con lentitud y serenidad, como si estuviera narrando precisamente ese libro, que trata de la destrucción de una sociedad entera.
En ese momento, Saramago, que apenas era conocido en esta parte de la Península, me dio la sensación de ser el más flemático de los peninsulares, porque en cuatro párrafos narró una historia que parecía requerir sudor y muchas lágrimas.
Ahora había en el campo barcelonista dos portugueses, y los dos mucho más enfadosos que aquel escritor sin prisas que fue Nobel, un heredero del Alentejo, y por tanto un campesino instalado en Lisboa. Pero, por milagros del destino, cuando el portugués más intranquilo del Barça, que fue futbolista del Atlético de Madrid, donde era más bien esquivo, algo lunático, agarró un balón que venía de la portería y había transitado por todo el campo, lo subió a las nubes chiquitas del área del Atlético en peligro, y ante la mirada de un maestro, Lewandowski, disparó como si lo hubiera milimetrado.
En ese momento, lo juro, me vino a la cabeza aquel día en que Saramago parecía estar sofocando un incendio al que le echaba agua a chorros de palabras, para hacerlo disminuir, al menos, mientras yo estuviera en la otra línea telefónica.
Después de ese gol hecho con la finura de un violonchelista austriaco, o catalán, como Pau Casals, por ejemplo, el Barça se dedicó a hacer algo insólito: el mejor partido de la temporada. Mucho más que un club, vencido por los dimes y diretes de los que lo dan por perdido para la causa de La Liga (y no tan solo), se fue imponiendo con calidad y con alegría, hasta llegar a una sinfonía cuando única nota permanente era el recuerdo del gol de aquel futbolista que ahora émulo de los mejores delanteros del Barça, e incluso de su entrenador, pues no juega para perder, sobre todo en circunstancias como ésta.
Pedri y De Jong, subidos a la calidad como norma, y a la esperanza como lugar común de los ataques, defendieron con pericia y arrojo el exiguo botín, pero fue suficiente para darle vuelo al presente. Al principio parecía que el héroe iba a ser (y lo fue, aunque no en el mismo grado) Araujo, pero resultó que sobre él, y de qué manera por encima de él, se alzó el émulo de Ter Stegen. El trabajo que hizo su suplente, Iñaki Peña, valió no sólo los aplausos de su titular, presente entre los lesionados, y junto al impar Jordi Alba, sino el de todos sus compañeros que lo acariciaron como si fuera un amuleto.
El resto es mucho más, pero por ahora que quede claro: ganó el Barça y jugó (muchas veces) de cine. Por si otra vez nos vuelve a fallar, tengamos ahora en la cabeza esta victoria, que es más que un fado, es una sinfonía cuyo piano mayor tocó un portugués que otra vez sorprende… al Atlético de Madrid y al equipo que desde hace trienios piensa en el Benfica como el origen de su peor melancolía.
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