Alemania se prepara para celebrar el 250 aniversario de Caspar David Friedrich

Joaquín Rábago

Joaquín Rábago

Alemania se prepara para celebrar el próximo año el 250 aniversario de uno de sus pintores más interesantes a la vez que enigmáticos: Caspar David Friedrich.

Los más importantes museos del país, desde los de Hamburgo y Berlín hasta el Albertinum de Dresde, ciudad donde falleció el artista en 1840, se prestarán entre ellos sus obras para las exposiciones que han programado.

Incluso un museo suizo, el de la ciudad de Winterthur, ha querido aprovechar el aniversario para centrarse en la especial relación de Friedrich con las montañas.

¿Quién no ha visto alguna reproducción de uno de sus cuadros más famosos, que representa a un hombre solitario de espaldas sobre la cima de una montaña que parece meditar sobre el paisaje alpino envuelto en niebla que tiene delante?

O esa otra pintura al óleo titulada “El mar de hielo”, que conserva la Kunsthalle hamburguesa”, caótica superposición de puntiagudos icebergs que parece sugerir que algo terrible – en realidad un naufragio- ha sucedido en medio de ese paisaje helado.

O también su “Monje frente al Mar”, que se conserva en la Alte Nationalgalerie, de Berlín, y que rompe totalmente con el paisajismo como se había practicado hasta entonces.

Friedrich sitúa su escena en una dimensión casi abstracta, y la figura del monje, pequeñísima ante la inmensidad que tiene delante, parece reflejar la insignificancia del ser humano ante el gran misterio de la naturaleza.

La pinacoteca berlinesa, que posee actualmente la mayor colección mundial de obras de Friedrich, inaugurará su exposición el 19 del próximo abril y le ha dado el significativo título de “Paisajes infinitos”.

Los temas centrales y recurrentes del artista son la montaña y la costa. ¿Cómo no admirar, por ejemplo, otra de sus obras más conocidas, “Acantilados blancos en Rügen”, actualmente propiedad del museo de Winterthur.

Se trata de una obra romántica por excelencia que representa a tres figuras, prácticamente de espaldas, entre ellas el artista y su joven esposa, Carolina, en medio de unas rocas blancas que se abren a las aguas del Báltico.

Friedrich manifiesta en toda su obra un intenso deseo, casi una necesidad, de acercarse a la naturaleza, pero siempre con la emoción que despierta en los espíritus sensibles como el suyo lo “sublime”: esa sensación de estremecimiento o asombro ante algo que nos supera.

A quienes viajen el próximo año a tierras alemanas, además de recomendarles alguna de esas exposiciones donde admirar su obra, me gustaría proponerles una visita a la ciudad de Greifswald, junto al Báltico, donde nació el artista, y que no ha perdido desde entonces apenas nada de su encanto.

Y de paso pueden admirar, no lejos de allí, los blancos acantilados de Rügen, una de las fuentes de inspiración de aquel espíritu romántico. Merece la pena.