El especialista

Sala de espera de Urgencias en un hospital en una imagen de archivo | INFORMACIÓN

Sala de espera de Urgencias en un hospital en una imagen de archivo | INFORMACIÓN / d.Pamies

Casi dos años esperando la dichosa cita con el neurólogo. Entramos a consulta con más de una hora de retraso. La última paciente de la lista.

Curiosamente, atienden dos especialistas en lugar de uno. La mujer felicita a mi madre por unos ochenta y nueve años tan bien llevados, lo cual ignoro si es una forma de romper el hielo o peloteo para no llevar a cabo su trabajo. A continuación, me preguntan qué hacemos allí. Parece que no se han leído su historial ni por el forro. Les explico con infinita paciencia que tiene mala memoria. Contestan con un topicazo: eso se debe a la edad.

Para demostrar que se ganan el sueldo, le hacen las dos o tres preguntas de rigor. Las respuestas de mi madre los convencen de su independencia supervisada, de que socializa con amigas de la parroquia y de que, incluso, cose en los ratos libres. También preguntan si quiero añadir algo como en un juicio. Podría contarles que vive obsesionada con que su hermana ha venido de visita, pero mi tía no puede salir de su casa en Albatera: las piernas no le permiten bajar escalones. Podría continuar diciendo que no se va a dormir tranquila si no la visito, que me llama por teléfono para saber dónde estoy, que le repito las cosas cien veces. Sin embargo, callo y sonrío. A ellos qué más les da.

No todo ha sido una pérdida de tiempo. Aún debo dar gracias porque no padece alzhéimer, porque no necesita medicación y porque luego discutiremos con la familiaridad de casi cincuenta años juntos. Solo se oye a la especialista tecleando en el ordenador un informe sobre su estado de salud.

Recuerdo esa escena gloriosa de Patch Adams en la que Robin Williams se da cuenta de que el psiquiatra no le escucha. Entonces comienza a hablarle de sus pedos.