Cápsulas del tiempo

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Les estoy escribiendo desde el pasado. O sea, como siempre, pero un poco más. “Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”, decía Eduardo Galeano, pero también somos infinidad de momentos trascendentales que dibujan nuestra historia con un antes y un después. ¿El de ahora? Desde el pasado se lo explico: para cuando lean estas letras estarán de jornada de reflexión, votando o hasta habrán visto ya a los líderes de los distintos partidos desde un balcón afirmando que las elecciones han sido un éxito, dando las gracias a los españoles que depositaron su confianza en ellos o reprochando al electorado que no supo captar bien sus propuestas.

Y aquí ando, escribiendo el artículo más a destiempo que haya escrito jamás, como esas cápsulas del tiempo que uno entierra para que las lean los habitantes del futuro, aunque en este caso el futuro aguarda a la vuelta de la esquina. Y es, por cierto, un futuro que —como siempre, pero un poco más— escribiremos todos. En eso precisamente consiste la democracia. Y lo opuesto es la dictadura pero también la idiotez y, queridos compatriotas, España se resiente de ambas enfermedades.

Pero cualquier viaje al futuro siempre arranca en el pasado pretérito perfecto que nos trajo a este presente simple, y el de la democracia comienza una vez que se era la Antigua Grecia. Hace cerca de 2.600 años, los atenienses crearon una nueva forma de gobierno en la que el poder ejecutivo emanaba del pueblo: demokratía (demos, krátos e —ia; ‘el gobierno del pueblo’). La importancia de este hecho se entiende mejor al compararla con este otro: las primeras elecciones democráticas en España tras 40 años de dictadura fueron apenas en 1977. Los periódicos nacionales acompañaban sus exultantes titulares (‘Las previsiones meteorológicas para esta jornada indican buen tiempo sobre España, en una primavera política que devuelve a los pueblos de España su soberanía’; El País) con un manual recordando cómo votar.

Porque la política era más que un asunto que nos atañe a todos, lo que nos distingue de las bestias, lo dijo ya Aristóteles, el mayor influencer de la época: «La naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. […] La palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: la naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política». Hombres evolucionados a los que calificaba de zoon politikón; animales políticos. Y aún hoy —más o menos— recoge la RAE en la cuarta acepción de la palabra ‘política’: «Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto o de cualquier otro modo». Todo lo opuesto a este ‘animal político’ era —y es— el ‘idiota’, derivada del griego idiotes (de idios; privado, uno mismo): «ciudadano privado y egoísta que no se ocupa de los asuntos públicos». Este desinterés por los demás se entiende mejor en el giro de guion que fue dando la palabra hasta llegar a la RAE en nuestros días como «tonto o corto de entendimiento. Engreído sin fundamento para ello.» Ojo, que no es oro todo lo que reluce. Que los antiguos griegos incluido el mismísimo Aristóteles quizá no fueran idiotas, pero sí gilipollas, lo confirma que esta ‘democracia’ llevaba en la letra pequeña que ‘pueblo’ hacía referencia al “hombre libre”, excluyendo a esclavos y mujeres. Pero volviendo al idiota rancio y actual, nada define mejor al yo-mí-me-para-mí-conmigo que aquellos versos del pastor luterano Martin Niemöller que arrancan con un «Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, ya que no era comunista…» y que dibujan el retrato perfecto de lo que pierde la sociedad cuando la idiotez gana terreno. El enésimo ejemplo del cuento de la hormiga que, por odio a la cucaracha, votó por el insecticida. Murieron todos, hasta el grillo que se abstuvo.

Elogiando a los no idiotas, también parece que fue Aristóteles el primigenio en referirse a la política como «el arte de lo posible», que más tarde replicarían Maquiavelo o Churchill y que se presta a dos interpretaciones, según si uno ve el vaso de los sueños medio lleno o medio vacío. Para los que vemos la política como la tarea encomiable de gestionar y acrecentar los recursos públicos (del latín publicus; que pertenece a la gente), ‘lo posible’, es una utopía. Ya ven… Lo mismito, lo mismito que las cápsulas del tiempo.

«La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar». Eduardo Galeano

«La democracia es la historia de la pluralidad y la tolerancia, no la de la victoria y la imposición. Por ello no hay victorias en la democracia, hay paz y la paz es la verdadera victoria de la vida política de los pueblos». Shimon Peres.

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