El ocaso de los dioses

Cuando miras al espejo

Pedro Sánchez, junto a la portavoz de Bildu, Mertxe Aizpurua.

Pedro Sánchez, junto a la portavoz de Bildu, Mertxe Aizpurua. / David Castro

Rafael Simón Gil

Rafael Simón Gil

Es ocioso recordar nuevamente la advertencia sobre “la banalidad del mal”, término-concepto que en su día acuñó la filósofa judía Hannah Arendt en su libro “Eichmann en Jerusalén” sobre el juicio del teniente coronel nazi responsable de la deportación de centenares de miles de judíos a los campos de concentración y la muerte, al Holocausto. La banalidad del mal es esa escalofriante naturalidad con la que el propio “monstruo” reconoce sus actos como algo normal porque sigue órdenes, o cumple el mandato religioso o justifica las atrocidades enmascarándolas en prefabricados ideales políticos. Si el terrorismo y el asesinato son siempre repudiables, resultan más monstruosos, por inexplicables, cuando se practican en países democráticos, como el caso de la banda terrorista y criminal ETA. Si todo ello nos causa una profunda repugnancia moral, un desasosegante escalofrío ético, todavía se hace más insoportable e inhumano que además seamos vencidos por la banalización del mal, “de ese mal”, de los malvados y sus actos. Es sentar en la misma mesa a víctimas y verdugos para que éstos les “banalicen” porqué los torturan, porqué los asesinan, porqué acaban con sus vidas y sus ilusiones.

También debería resultar innecesario, por tantas veces repetido, recordar la advertencia que hacía Nietzsche en “Más allá del bien y del mal” de que cuando miras largamente al abismo éste te devuelve la mirada. Y me atrevería a sustituir al filósofo alemán en el sentido de señalar que quien “convive” con monstruos puede acabar convirtiéndose en uno de ellos. Ese abismo, esa relación con el monstruo, es el metafórico e insobornable espejo que dibujaba Oscar Wilde en “El retrato de Dorian Gray”; puedes creer que no has cambiado, que nada te hará cambiar ni te contaminará, pero cuando miras al espejo éste te devuelve tu verdadero rostro: el abismo del monstruo.

La semana pasada, Pedro Sánchez se fotografiaba -por fin- con los rostros de los portavoces de Bildu en el Congreso y en el Senado Merche Aizpurua y Gorka Elejabarrieta. La foto no es inocente, ni trivial, y, pese a marcar un antes y un después ético, estético y gráfico, no hace sino oficializar lo que el líder de Bildu Arnaldo Otegi dijo hace unos meses refiriéndose al PSOE: “¿Cuándo dejamos de tomar a la gente por boba? “Tú no le puedes decir a la gente, yo llevo cuatro años aprobando los presupuestos con EH Bildu, llevo haciendo acuerdos con EH Bildu, pero ahora no me gusta Bildu, porque no es creíble”. Aún sabiendo el sainete bufonesco que Sumar y los paridos separatistas están haciendo de sus negociaciones con don Pedro para su investidura, lo cierto es que tras la reunión con Bildu, este partido se convierte en el primero que garantiza sus votos a Sánchez. Y todos tan contentos; ahí no existe cordón sanitario, memoria histórica ni banalización del mal. Deberíamos recordar que el último atentado cometido por la banda terrorista ETA fue el 30 de julio de 2010 con el asesinato de dos Guardias Civiles en Mallorca. Si tienen ustedes dos la voluntad de no banalizar el mal, hace tan solo trece años de ese atentado terrorista, muchísimo menos del tiempo de recuerdo que pretende imponernos la ley de Memoria Democrática orientada, dirigida y pactada por Bildu con el Gobierno.

En tiempo de espejos, no está de más que nos traslademos a los camerinos donde se miran todos los días Merche Aizpurúa y Arnaldo Otegi. Quizá podamos ver si el abismo de negrura que acecha la reflexión ética, moral y política de estos tiempos es acorde y consecuente con los criterios de banalización del mal que debe soportar una persona, una sociedad, sobre todo los llamados progresistas en gobiernos de progreso. Aizpurúa, condenada por apología del terrorismo, es una inocente pluma que se dedicó a escribir la “hagiografía” de los etarras muertos, esos obstinados y fieles burócratas cuyo sinuoso espejo se limitaba a obedecer ciegamente las órdenes, a cumplir con siniestra frialdad su aterrador cometido en la carne y la vida de personas inocentes porque así lo exigía su religión. Hombres y mujeres a los que nada importó que tras cada víctima asesinada no solo estaba la muerte, sino que llevaría al más inconsolable dolor a sus hijos, a su familia, a la sociedad. Aizpurua sigue sin condenar los crímenes de ETA ni la profanación de la tumba del socialista Fernando Buesa.

Arnaldo Otegi, el hombre de paz de Zapatero, tampoco condena los crímenes de ETA, pero bendice los acuerdos de Bildu con Sánchez (“Llevamos 4 años juntos”). Su espejo de banalización del mal nos lleva a sufrir imágenes que devuelven al mundo del horror, la miseria moral y la cínica perversidad política. Estos días El Mundo publicaba, con documentación policial y judicial, la presunta implicación del progresista Otegi en hasta nueve secuestros y, lo que es mucho más grave para la banalización del mal, su presunta participación como ordenante del atentado del joven político de UCD Juan de Dios Doval en 1980. Tanta rezumada perversidad resulta no solo espeluznante, sino que altera de forma irremediable, sin posibilidad de redención, sin matices, el equilibrio entre el bien y el mal. “No habrá justicia ni memoria mientras se siga blanqueando a los asesinos”, declaran Ruth y Juan de Dios, hijos del político asesinado por ETA que tenían entonces cuatro y siete años. ¿Qué progresista aguantaría ese dolor y encima pactaría? Téngase presente la fecha del asesinato, 1980, porque la ley de Memoria Democrática negociada entre Sánchez y Bildu amplia sus efectos hasta 1983, lo que supone que España, con Felipe González y el PSOE en el Gobierno, no era una democracia. ¿Por eso asesinan a Juan de Dios? Banalizar el mal hasta en las fechas.

Óscar Wilde, el conspicuo literato que conoció la maldad victoriana en su propia carne por su condición de homosexual, lo sentenció en un epigrama premonitorio sobre la banalidad del mal: “Nunca antes había conocido a una persona realmente malvada. Me siento bastante asustado. Me temo que se verá igual que todos los demás”. Se pacta con el mal pese a conocerlo. Eso sí, sin espejos, para no ver la imagen que devuelven. A más ver.