Periodistas de peluche: haciendo amigos

Ilustración

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Javier Mondéjar

Javier Mondéjar

Hay periodistas que son buenos chicos o buenas chicas, de esos que entienden que con el poder no hay que llevarse mal, no vaya a ser que en algún momento necesites que te echen una mano o te evites un problema gordo. Les comprendo: es una forma de ver la profesión y no buscarse líos, aunque en la facultad nos decían que el periodista tiene que ser, por principio, una realidad incómoda. Si no molestas, es que no lo estás haciendo bien. No nos han cedido un altavoz para hacer amigos.

Cuando el espejo no refleja la realidad que les gustaría a los amos del universo, y que, desde luego, es una versión inventada de la verdad, lo más fácil es echarle la culpa y romperlo en mil fragmentos. Ahora que lo pienso, a lo mejor fueron los propios espejos los que inventaron la maldición de los siete años de mala suerte para quien rompe uno. Supervivencia pura.

Después de un porrón de años de ejercer el periodismo de muchas formas diferentes y, en algunos casos, contradictorias, he llegado a la conclusión de que hubiera llegado mucho más alto en mi carrera siendo un periodista de peluche, de esos adorables y achuchables. Con un punto de complacencia, en un futuro (muy lejano espero), mis hijos inaugurarían una calle a mi nombre y quizá un homenaje en mi memoria. Mucho me temo que no existirá la Avenida del Periodista Mondéjar, ni siquiera un callejón; no he podido evitarlo, me han dibujado así, como a Jessica Rabbit.

Lo cierto es que no me sale ser un peluche, pero también me he permitido lujos que algunos no se han podido regalar y he publicado lo que se me ha antojado. No es valentía, ni mucho menos. En algunos casos es directamente inconsciencia, pero en la mayoría he sentido que si tenía razón (en mi opinión) y mi empresa me apoyaba, ¿para qué iba a andarme con paños calientes?

Es verdad que en cuarenta años ha cambiado tanto el periodismo y, sobre todo las empresas periodísticas, que cualquier parecido con el pasado es pura coincidencia. Admiro mucho a los jóvenes periodistas que tienen que cubrir una noticia pensando simultáneamente en las redes, en la web, en el papel impreso, en la parte gráfica, en que quepan las líneas en el espacio que tienes y en la cara que pondrá tu redactor jefe. Yo no podría hacerlo, lo confieso. Cuando empecé sólo tenía que lidiar con el redactor jefe, que, además de fustigarme y aplacar mis ínfulas de marisabidillo, me enseñó la artesanía del oficio. Mi maestro fue José Luis Masiá, uno de los grandes periodistas olvidados de esta provincia, que escribía como los ángeles y cuyos argumentos eran hoja de ruta.

Esta columna viene a cuento de que el 24 enero se conmemora a San Francisco de Sales, patrono de los periodistas y escritores. El santo saboyano fue predicador y trató de llevar a los protestantes descarriados al redil del Papa de Roma. Se dice que dejaba escritos en la puerta de las casas de los herejes para que, una vez los leyeran, se convirtieran por su influjo a la verdadera religión. Justamente lo mismo que intentamos algunos columnistas, con escaso éxito de crítica y público, y a veces con condena a la hoguera incluida.

En periodismo llega un momento en el que te planteas si lo que haces tiene algún sentido. A mí me pasó muy pronto, porque, como no tengo paciencia, he ido quemando etapas muy rápidamente. Y cambié de lado de la mesa, lo que también se llama pasarse al lado oscuro, como Darth Vader, a los treinta. Pero nunca dejas de ver la vida con ojos de periodista y necesidad de escribirlo (aunque no lo publiques).

Luego, desde una posición de columnista en éste, su periódico, en el que llevo desde 2011 dándoles la tabarra semanalmente, no es que te lo plantees de vez en cuando, es que no hay semana que no necesites hacerlo. Escribir sin pensar que lo impreso tenga repercusiones es como el onanismo: un ejercicio placentero pero solitario. Lo dice el tío Ben en Spider-Man: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad».

Francamente no sé si el periodismo es una bonita profesión en los tiempos que corren. Desde luego que para mí lo fue, porque no hay nada más divertido que ser testigo con mirada crítica, por mucho que a veces frustre no ser protagonista. Repicar y estar en la procesión es imposible, aunque hay quien lo intenta. Cuando llegas a una edad comprendes que no vas a cambiar el mundo y, como mucho, intentas divertirte lo más posible con las cartas que te reparten y, si tienes medios y ocasión, lograr que paguen algunas culpas los malvados. Poca cosa, ya lo sé, pero es lo que hay.

Visto desde fuera el periodismo tiene magia, misterio y grandeza; en la trastienda hay de todo, como en cualquier profesión, pero a mí me sigue gustando. Y eso que ya no pienso, como Paco Sales (discúlpame la familiaridad y que te apee del santoral), que pueda convertir a los paganos. Irán al infierno de cabeza, pero ese ya no es mi problema ni el de los que juntamos letras con mayor o menor acierto. Felicidades a todos los compañeros, porque la procesión es muy larga y el cirio muy corto.