Opinión

El amo y el esclavo

María Jesús Montero, en una imagen de archivo.

María Jesús Montero, en una imagen de archivo. / INFORMACIÓN

Mientras en RTVE sigue la bronca por si se contrata a Broncano (la cacofonía es circunstancial) para que Pablo Motos se caiga de la moto (circunstancial también) del éxito y Sánchez respire mejor en los angustiosos insomnios -pesadillas, quizá- que le deben producir Podemos, Sumar, Junts, ERC, Bildu y otros periféricos avant la lettre, su ministra y vicepresidenta Montero (la de más edad que la otra Montero que estaba en el anterior Gobierno) aprovecha para dar una nueva vuelta de tuerca a la clase media española con su subida de impuestos. Es decir, el Gobierno más mastodóntico de la democracia española, el más caro y el que cuenta con más asesores y enchufados (nada que ver con el enchufe por el que usted se conecta a TVE), va haciendo caja no para que se mejoren las líneas de cercanías y media distancia de Renfe y evitar así las muchas incidencias que están sufriendo los usuarios, que como decía el ministro Óscar Puente deben ir acostumbrándose a ellas (las incidencias) porque es lo normal; ni para que, un suponer, el aeropuerto de Alicante-Elche cuente con una segunda pista, tan necesaria dado el volumen de vuelos y pasajeros que tiene; ni para mejorar a municipios y autonomías, a las que recorta los recursos -2.000 millones de euros- para que el Estado entre en Telefónica; no, ni mucho menos.

El problema es que el Gobierno necesita más y más dinero porque sus desleales y codiciosos socios que lo sostienen en la Moncloa no paran de pedirle más y más dinero -entre otras exigencias de aún mayor calado- a costa de su apoyo. Y ya no saben cómo estirar más la sábana de la recaudación, de ahí que Sánchez haya subió los impuestos 69 veces desde que está en el poder, y las familias españolas (no los ricos españoles) pagan 3.800 euros más desde que don Pedro y sus muchos gobiernos nos tutelan. Cuando la clase media y los autónomos de este país solo sean una referencia del pasado, no quedarán en España más que algunos millonarios, unos cuantos ricos, y millones de subvencionados deambulando como zombis en busca de la paga perdida, amén de una elefantiásica superestructura política, funcionarial y de empleados públicos (por esa época, el asunto Broncano ya se habrá desbloqueado, supongo, y los millones de subvencionados, sin nada mejor que hacer hasta que a final de mes lleguen las migajas de la paga, se alienarán dialécticamente viendo TVE).

No es un horizonte distópico ni utópico el que dibujo, se sostiene en complejos algoritmos que vienen conformándose desde hace unos años merced al globalismo monopolístico, los obscenos y excluyentes nacionalismos, los cánones identitarios que han sustituido a la teoría marxista de la Historia, y esa suicida, hedonista e ignorante decadencia en la que están sumidas las democracias occidentales frente a sus totalitarios enemigos comunistas y teocráticos (calculen lo poco que le importa a Rusia, China o Irán la vida de la gente, sus derechos y libertades; o lo poco que parece importarle a esta decadente sociedad que una menor musulmana de 13 años esté en coma tras la paliza que le propinaron una compañera y dos chicos más, tras salir del colegio en la localidad francesa de Montpellier; ¿el pecado?: maquillarse y no llevar ropa ni velo islámico).

Ahora vuelven a sonar, aunque más remotas de lo que algunos quieren hacernos creer, las campanas que anuncian una posible guerra dirigida contra los países libres, contra la libertad y contra la democracia, y, pese a que parecen más advertencias tácticas que una verdadera estrategia, el mundo feliz que hemos conocido, los derechos que se conquistaron y aun se disfrutan, y el futuro de quienes nos sucederán, se tambalea. Lo que parece evidente es que los malos no van a cambiar, ni las dictaduras rusa, china, iraní y otros apéndices de ellas están dispuestas a mover un ápice por incorporar a su sistema de valores la democracia, la libertad y el respeto por los derechos humanos. No va a ocurrir. Sin embargo, sorprendentemente, en los países democráticos hay una notable corriente de personas, partidos políticos e ideologías a las que no parece importarles que todo eso se nos vega encima y además les abramos alegremente las puertas. Un macilento hedonismo, una autocomplacencia cercana a la irresponsabilidad impúber y un desdén por las conquistas sociales logradas en occidente, son las coordenadas ideológicas en las que se mueven. Parece como si les molestaran esos logros de la libertad. Quienes ondean alegremente la bandera de la multiculturalidad en una sola dirección (la democracia no exporta sus valores pero tiene que importar los del otro lado), no sabrían explicar las ventajas, las mejoras que para un país democrático supone abrazarse a regímenes y culturas teocráticas, a sistemas comunistas que se limitan a darte de comer, y no siempre, a costa de que les cedas todos tus derechos individuales y ciudadanos.

Un nuevo mundo de amos y esclavos, en su versión más desarrollada, que ya dibujó Hegel en su Fenomenología del Espíritu al tratar la dialéctica del amo y el esclavo, transmutada después a la lucha de clases por Marx. Nos dirigimos hacia ese proceloso horizonte a menos que el nudo dialéctico, la tensión antagónica amo-esclavo, se libere cuando el esclavo no se reconozca como tal quitándole así la condición de amo a quien nos pretende imponer su dictadura. Y de eso va el futuro, de recuperar nuestra condición de seres libres y capaces, de ciudadanos que se han dotado de una arquitectura democrática, fuerte, desarrollada y orgullosa de sus logros, dispuesta a hacer frente a dictaduras represivas, antidemocráticas y violadoras de los derechos humanos y de la mujer que nos salen al camino disfrazadas de multiculturalidad, diversidad y evangelio identitario. Lo vuelvo a recordar, tanto a ustedes dos como a las generaciones que vienen: no habrá amo mientras no te reconozcas como esclavo. A más ver.