Opinión

Mayorías poco democráticas

Pere Aragonès en el Senado donde se debatió la Ley de Amnistía.

Pere Aragonès en el Senado donde se debatió la Ley de Amnistía. / José Luis Roca

Cuando olvidamos que la democracia precisa de autolimitaciones en el ejercicio del poder conducentes a preservar el legítimo -y enriquecedor- pluralismo en las discusiones públicas, la democracia se precariza y la convivencia se resiente. Además, esa precariedad no se soluciona apelando a la legitimidad de los gobiernos elegidos democráticamente.

Que el acceso al poder sea por procedimientos democráticos no es poca cosa, pero tampoco es suficiente al respecto de la salud democrática de la vida pública. Hay que hacer el país habitable también para los que piensan diametralmente opuesto a nosotros, porque la democracia no se puede reducir a un sistema de limitación temporal del poder. Mucho menos si se trata de un poder que ignora desconsideradamente a los que han perdido. Eso no es democracia sino un abuso tan despótico como resulta posible de un acceso democrático al poder.

Para algunos resultará tan escandaloso como se quiera, pero ni la mutación socialista de Allende, ni los regímenes totalitarios que alcanzaron el poder mediante elecciones democráticas durante el siglo XX estaban legitimados por sus mayorías electivas. Tampoco lo está el cesarismo ruso contemporáneo, ni hay referéndum que convierta en democrático a un autócrata.

Si la mayoría decide que lo mejor es poner el poder en manos de alguien que lo ejerce autocráticamente, esa mayoría ha dejado de ser democrática, porque la democracia no es la absolutización de las mayorías sino de los límites del poder, también del poder preferido por la mayoría. De hecho, la democracia requiere de un principio de moderación en el alcance transformador del propio sistema y de sus supuestos. Ese principio de moderación consiste en la decidida voluntad de incluir a los que piensan de otro modo mediante acuerdos y cesiones imprescindibles, sobre todo cuando se gobierna.

Se puede decir de otra manera: la democracia no sobrevive al radicalismo de mayorías que ni alcanzan a ser tan amplias como las necesarias para los procesos constituyentes, ni están inscritas formalmente en dichos procesos. Y, en cierta medida, eso es lo que, tal vez inadvertidamente, se ha intentado hacer entre nosotros mediante algunas reformas de estatutos de autonomía que suponían reformas constitucionales, y, palmariamente, mediante el llamado proceso catalán.

Los países encuentran y pierden su camino, y el nuestro hace ya un tiempo que camina sin una dirección compartida

Pero el deterioro de nuestra democracia se gestó mucho antes, cuando se acordó la exclusión por sistema de medio país en el llamado pacto del Tinell en 2003. Esa exclusión reeditó el frentismo del primer tercio del siglo XX enterrando la cultura del consenso dominante durante la Transición, y excluyó a casi media España de acuerdos legislativos que, como poco, implicaban afecciones constitucionales. Como el propio Pascual Maragall admitió tiempo después, esa exclusión fue un error, aunque tal vez más grave de lo que él mismo supuso.

Tanto la aprobación del estatuto por los votantes catalanes, como el propio acuerdo del Tinell instituyeron de facto el marco autonómico y sus mayorías como decisorias e interpretativas de la Constitución de todos los españoles. Ciertamente, en el contexto autonómico catalán los conservadores eran una minoría, pero su exclusión dio servido el conflicto que se sustanció en el Tribunal Constitucional y sus recortes al texto estatutario. Dicho conflicto alimentó desde entonces la discordia que engrosó al independentismo.

Esa dinámica se interrumpió durante los aciagos meses del otoño catalán de 2017 en el que los dos partidos centrales a derechas e izquierdas mantuvieron una misma posición en lo sustancial. Pero la necesidad convertida en la virtud de aprobar la amnistía para los protagonistas ha reeditado aquella fractura excluyente mediante otra interpretación de la Constitución que, con independencia de que sea jurídicamente viable, deja fuera de nuevo a la otra mitad de la ciudadanía del país, si no a muchos más.

Nuestra Constitución se hizo mediante un texto necesariamente inconcreto para alcanzar los acuerdos imprescindibles. Esa necesaria y generosa indefinición del texto deja constantemente abierta la interpretación constitucional y obliga a mantener el consenso como régimen moral de la práctica política en España. De otro modo, cuando las mayorías resultantes de las convocatorias electorales forman gobiernos que se arrogan la interpretación de la constitución prescindiendo del acuerdo general, subvierten el consenso tácito que dio consistencia al diseño de nuestra convivencia democrática: nunca más procurar que el país tome una forma excluyente en lo sustancial para la otra mitad de españoles que piensan de otra manera.

Se entiende que quienes quieren convertir la democracia en el camino a la independencia, a la República, al paraíso woke o a todo junto abominen del que llaman el régimen del 78, es decir, de esa moderación afecta al consenso en lo sustancial para nuestra convivencia.

Pero hace ya casi un siglo que la segunda república dio pruebas de lo disgregadoras que pueden ser las mayorías que violentan las conciencias de sus conciudadanos, como ocurrió con aquella ley de las Congregaciones religiosas de mayo del 33. Y el conjunto de los españoles de aquel momento dieron pruebas sobradas de lo aciago que resulta postergar la convivencia como bien político fundamental.

En sentido contrario, pero en la misma dirección, las décadas de régimen autoritario resultante de la Guerra Civil ilustran la violencia que implicó una convivencia lograda a pesar de la libertad política. La Transición fue un intento de hacer mutuamente posibles la convivencia y las libertades democráticas, introduciendo un principio de moderación del que hoy parecemos incapaces.

Los países encuentran y pierden su camino, y el nuestro hace ya un tiempo que camina sin una dirección compartida. La polarización general de las sociedades democráticas no explica nuestra situación, porque la miopía de los responsables políticos y el fervor de los militantes bastan para profundizar nuestras diferencias hasta la discordia más empecinada.

El temor a resucitar los odios de la Guerra Civil imprimió una altura de miras a los hombres de la Transición de la que hoy carecemos, en parte gracias a ellos y su moderación. Pero sigue pendiente el aprendizaje esencial para la democracia de gobernar para mayorías mucho más amplias que las necesarias para conseguir el poder.