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Ay, la vulgaridad

Eterna. Soporífera. Interminable. Son algunos de los calificativos con que definieron los comentaristas la 34 Gala de los Premios Goya. Yo añado un pecado nada venial: la vulgaridad. No soporto los tacos, y a decir verdad agradezco a mis 57 años estar tan sensibilizado por el buen uso del lenguaje. Por eso cuando faltando siete minutos para las once de la noche Silvia Abril, en un más que dudoso sketch, pronunció un sonoro «Hostia Puta». Me sentí agredido como cuando el sonido de un petardo me sorprende en una esquina. Exabrupto que volvió a repetirse 3 minutos después. A juzgar por la veintena de crónicas que he leído sobre el evento, este vocabulario a nadie parece importarle. En el rap con que arrancó la ceremonia ya habíamos escuchado eso de «cómo nos gustan dos hostias de vez en cuando». Seguidos de algunos más que sonoros «no me jodas». Me gustaría escuchar las voces de Javier Marías, Antonio Muñoz Molina o Luis García Montero, clamando sobre estas prácticas que mancillan, y de qué manera, nuestro lenguaje. Nada menos que en el spot de 210 minutos que sirve para promocionar nuestro cine, al que algunos tanto queremos, y en la televisión pública.

Televisivamente hablando la gala careció de ritmo, de argamasa que uniera unos bloques con otros. Todo fue inconexo y frío, muy frío. Llegué a sentir vergüenza ajena con sketches como el del carrito de «MercaGoya?» Y hasta el número de A chorus line pareció metido con calzador. Me llamó la atención que la gala no estuviese recomendada para los menores de 12 años. Con lo que yo habría disfrutado a esa edad si entonces hubiesen existido los Goya, con mis fichas de todas las películas de cada año. En fin, que los Goya 2020 no pasaron de chapuza. Málaga no merecía eso.

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