Opinión

Rafael Simón Gil

Carta al hijo

Pese a mi provecta edad -cercana al tiempo perdido que buscara melancólicamente Proust hasta encontrarlo en el Père-Lachaise de París, donde lo he visitado en algunas ocasiones, en silencio, junto a la sombra de las muchachas en flor-, pese a esa certeza, digo, jamás he dejado de creer en los Reyes Magos. Más aún desde que tuve ocasión de contemplar el magnífico mosaico que los bautizara por vez primera con los nombres de Gaspar, Melchior y Balthasar. Un espléndido friso del siglo VI que se encuentra en la prodigiosa basílica paleocristiano-bizantina de Sant'Apollinare Nuovo de Rávena, la ciudad adriática que conserva orgullosa, a despecho de la indolente Florencia, la tumba de Dante. Reconozco que la mágica fecha del 6 de enero, las ilusiones que la envuelven, está pasada de mes; e incluso admito que para muchos y muchas también están pasados de mes y de moda los propios Reyes. Pero aún a riesgo de que alguno de ustedes dos me tache de antirrepublicano he de confesar mi militancia a favor de los sueños y contra la supremacía de ciertas imposiciones científicas. También quisieron hacernos creer en la bondad del socialismo científico y, al final, resultó ser el padre de una sociedad distópica que se llevó por delante a millones de seres humanos privados «científicamente» del derecho a soñar (las pesadillas de aquél largo sueño todavía las padecen centenares de millones de privilegiados y privilegiadas condenados a disfrutar de los pocos paraísos de socialismo científico que quedan en el mundo). Al menos los reyes traen regalos, incluso a los que no creen.

Este año, a petición de mis hijos, los Reyes Magos amanecieron el 6 de enero con los dos tomos de la soberbia biografía de Franz Kafka escrita por el sajón Reiner Stach. Con más de dos mil trescientas páginas es sin duda la mejor que se haya publicado sobre el brillante, atormentado, hermético y surrealista escritor judío. Pese a su extensión, el papel biblia de sus carillas tiembla veloz entre los dedos del lector sabedores de que el libro, apenas lo has empezado a leer, se acaba, tal es su magnético poder de atracción. En noviembre de 1919 Kafka escribía una epístola a su padre Hermann conocida como «Carta al padre». La misma está encabezada con el conocido «Queridísimo padre: Hace poco me preguntase por qué digo que te tengo miedo». Envuelta en su propio miedo al miedo, como fatal premonición, la carta jamás fue enviada por Kafka a su progenitor. Un arcano temor, oculto (sacralizado, en la conspicua expresión de Elías Canetti: «El otro proceso de Kafka») en los pliegues del introvertido, frágil e inseguro Franz frente a su autoritario y enérgico ancestro, presidió de por vida la tormentosa relación entre padre e hijo. Hermann Kafka sobrevivió 7 años a su hijo Franz, muerto de tuberculosis en 1924 con tan solo 40 años. Las sombras del miedo, las inseguridades del mundo exterior, hicieron que en su agonía el autor de «La Metamorfosis» le dijera a su buen amigo el doctor Robert Klopstock: «Mátame; si no, eres un asesino». La existencial contradicción; el oxímoron surrealista que se nos muestra como afligida y trágica expresión de uno de los literatos más fascinantes que hayan existido. Fascinación por Franz Kafka que también cautivó a Jorge Luis Borges, a sus relatos de ficción, durante 70 años. Ni Kafka ni Borges recibieron el Premio Nobel de Literatura. Ni tampoco Marcel Proust o James Joyce. Pero como piadoso wagneriano que soy -pese a estar escuchando la Obertuta Fierabrás de Schubert bajo la batuta de István Kertész y la Filarmónica de Viena- volvamos con la carta «leitmotiv» de este artículo.

Las relaciones entre padres e hijos (la corrección política y el autoritario lenguaje de género que nos han impuesto obligaría a decir madres e hijas) siempre han sido, por lo general, y para los padres (porque esta es una carta al hijo) antesala de días de vino y rosas; preludio de largas anochecidas bailando en el insomnio febril; abismos expresionistas donde solo el hecho de encontrarse resulta una epopeya reservada a los dioses mitológicos; alientos expectantes largamente evaporados por tantas y tantas puertas que se cierran sin saber por qué; sonrisas abiertas que mutan a la mueca del llanto por el solo capricho de la fragilidad humana; un presente continuo que nunca comienza y jamás acaba. Hemos sido hijos y seremos padres, de ahí la íntima y sugestiva contradicción que nos envuelve a despecho de cualquier análisis lógico. ¿Quién dice que no tiene miedo, Franz? ¿Quién no se atormenta y sufre impotente el silencio de los desencuentros? ¿Quién no esconde la mirada hacia un lado para que no se vean las lágrimas de temor que alimentan los momentos de soledad pese a tener las manos de tus hijos cogidas con la pasión del cariño? ¿Quién no esconde, silente, en los rugosos pliegues del dolor, todo el dolor que nunca se esconde? Por eso comprendemos que Kafka escribiera una carta que nunca entregó. «Queridísimo hijo: ¿Por qué tenemos miedo?».

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