Opinión

G. García-Alcalde

Lamento por Claudio Abbado

Claudio Abbado fue favorito de los públicos de todas las edades y condiciones sociales. Ultimamente era casi imposible conseguir una entrada para sus conciertos en el festival de Lucerna, pues el día y la hora de salir a la venta en Internet volaban en dos minutos. Aquellas veladas atraían a la gente más rica del mundo, que no era, precisamente, el público preferido por él. Creo que fue el primero en acudir a Caracas para apadrinar el Sistema de Orquestas Sinfonicas creado por José Antonio Abreu retirando de la calle y de los ranchitos a miles de niños (actualmente, unos 300.000 en toda Venezuela) para educarlos integralmente sobre el eje de la musica. El gran divo trabajó con ellos y respaldó el talento y, después, la carrera internacional de Gustavo Dudamel, primera gran figura nacida en el Sistema y pionero de una floración que no cesa. Abbado nos ha dejado a los 80 años y perdemos con él a un artista supremo y un profundo humanista; un hombre de extremada corrección, enemigo de exhibiciones sociales y rebelde a toda convención. Se fue de la dirección de La Scala de Milán por no secundar las torpezas del mandarinato político, pero tambien del podio titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín por otra clase de discrepancias. Y era ésta una de las estaciones termini de la profesión, más allá de la cual no hay más peldaños que subir. Heredó en ella a Karajan, y cuando la dejó se enzarzaron Barenboim (el judío) y Thielemann (el ario teuton) en una poco discreta guerra sucesoria. Finalmente, el podio recayó en la tercera vía, el británico Rattle, que tampoco reina comodamente desde esas alturas.

Claudio no era pichino pero simpatizaba con el PCI junto a su íntimo amigo el compositor Luigi Nono, yerno de Schoenberg y declarado militante en su vida y su música. Junto a ellos, el pianista Maurizio Pollini formaba parte de un foro londinense, selectísimo, por el que pasaba tarde o temprano la élite de los intérpretes y compositores para empaparse de la experiencia de la música entendida, desde la más alta exigencia, como forma de compromiso social. La causa oficial de la dimisión de Abbado en la orquesta berlinesa fue la grave enfermedad que sufría (un cáncer de estómago que arruinó su imagen fisica pero del que, felizmente, logró recuperarse). La causa real fue la necesidad de romper las doradas cadenas y hacer lo que más amaba: crear orquestas, cuanto más jóvenes, mejor. La Simón Bolivar de Caracas, la Joven Orquesta de Europa, la Joven Orquesta Gustav Mahler y algunas otras nacieron y crecieron por su impulso. La del citado Festival de Lucerna se hizo legendaria al integrarse desinteresdamente en ella, como meros atriles, algunos de los más célebres solistas de Europa. De ese gran momento brotó la Academia del Festival, dirigida por Pierre Boulez y Peter Eötvös. Era Claudio epicentro de una dinámica de primeros nombres que encontraron su camino en la formación de jóvenes y en una didáctica privilegiada pero abierta a todas las posibilidades, con la unica condicion del talento.

Cuando era titular de la Orquesta Sinfónica de Londres tuve la suerte de presenciar todos los ensayos de la Novena de Mahler y cenar a su mesa tras el concierto final. Decir que lo primero fue inolvidable es tan exacto como tildar de aburrido lo segundo. El gigante del podio era un conversador monosilábico, que no pasaba de escuchar cortesmente las grandilocuencias y banalidades de los comensales, muy escasos por deseo suyo. Se permitía alguna ironía, y la única vez que me atreví a narrar una de ellas a punto estuve de perder al respetado amigo aludido. Los músicos londinenses, que tocaron divinamente inspirados, se quejaban en voz baja: «Rueda con nosotros su integral mahleriana, pero la graba con Viena y Chicago». Supongo que algo tendría que ver el marketing de las discográficas, porque Abbado no salía a dirigir sin garantia de una respuesta perfecta. Así fueron los conciertos que le escuché en Berlín y el Fidelio beethoveniano con una de sus orquestras jóvenes en el Real de Madrid (que si tiene un «aplausómetro» seguramente lo encabeza Abbado en aquella noche triunfal).

Fue un dios de la batuta, al nivel de los históricos. Sus versiones eran únicas, tenían siempre un algo de excelsa privatividad. Y no podía ser menos viéndole dirigir, no solo de espaldas o de lado, sino con cámaras fijas y frontales dedicadas a recoger el más pequeño de sus gestos e impulsos mientras suena la musica. Tal vez solo él ha despertado la necesidad de ese nuevo extra en los DVD comerciales, el de la «cámara del director», que transmite abrumadoramente la grandeza de su talento, la medida de su técnica y la emotividad de su acendrano humanismo.

Hemos perdido un artista excepcional. Es enorme su legado discográfico, e incluso su palabra grabada en ensayos con jóvenes y en sesiones íntimas, sin requerimientos mundanos. Fue uno de esos magos que hacen de la vida algo verdaderamente digno de ser vivido.

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