El nuevo TC y el aborto

Imagen del TC.

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Antonio Papell

Antonio Papell

El nuevo Tribunal Constitucional eliminó la pasada semana las sombras que todavía se cernían sobre la ley aborto —la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo— promulgada en tiempos de Zapatero y que ha vivido doce años durmiendo en el limbo institucional. Curiosamente, el actual líder del PP, partido que recurrió la norma, dice lamentar ahora el retraso y considerar “correcta” la ley. Rectificar es de sabios.

Este periodo de tiempo transcurrido ha mitigado mucho el acaloramiento del Partido Popular. De hecho, quien había sido ponente de la sentencia antes de la renovación del TC, el conservador Enrique Arnaldo, particularmente cercano al PP y a FAES, convalidaba toda la norma con una sola excepción, que podría calificarse de anecdótica: la manera en la que la mujer encinta debía ser informada antes de tomar su decisión. Arnaldo proponía declarar nulo el artículo 17.5 de la ley de 2010, porque en ese artículo se recoge que la información a la mujer será por escrito y, solo si ella lo solicita, también verbalmente. La mayoría progresista del tribunal considera ahora que la ley debe avalarse en su integridad.

En definitiva, se ha constatado una vez más que en todas las cuestiones de índole ética tendentes a seguir la evolución de la sociedad —el divorcio, el aborto, la eutanasia, las políticas de género y de prevención de la violencia, la ley transgénero, etc.—, las fuerzas de izquierdas son en principio pioneras, y han de soportar la irritación, a menudo hipócrita, de la derecha por adelantarse al devenir natural de los usos y costumbres. Ahora resulta que la derecha democrática ha normalizado su posición hasta ir de la mano de la izquierda en una cuestión que toda la ciudadanía ha naturalizado también.

La revitalización del TC ha supuesto asimismo ciertas tomas de posición con respecto a la abstención de los magistrados cuando haya colisión entre los asuntos que deben entender y su trayectoria anterior. En el pleno celebrado el martes pasado, el tribunal examinó en primer lugar la abstención de la magistrada Concepción Espejel, recusada por cinco exdiputados del PP, que plantearon la misma iniciativa con respecto al presidente del tribunal, Cándido Conde-Pumpido y contra los magistrados Juan Carlos Campo e Inmaculada Montalbán, quienes ya habían decidido no abstenerse. Espejel en cambio sí deseaba quedarse al margen ya que había tomado postura claramente contra la ley del aborto hace más de doce años, pero la mayoría progresista se negó a ello por diversos motivos, entre ellos el del tiempo transcurrido. En cambio, sí se aceptaron otras abstenciones como la del magistrado Juan Carlos Campo en relación con siete asuntos, por tratarse de procesos que cuestionan decisiones de su actual pareja, la presidenta del Congreso Meritxell Batet, o bien de materias en las que intervino como ministro de Justicia. También se aceptó la abstención de la magistrada Laura Díez en relación con la reclamación del uso del 25% de castellano en el sistema educativo catalán, ya que había intervenido en los informes del Consell de Garanties Estatutàries de la Generalitat. En definitiva, como ya sucediera en la tramitación de los recursos de inconstitucionalidad contra la reforma del Estatuto de Cataluña, las abstenciones pueden ser clave para que las sentencias vayan en una o en otra dirección. Es lamentable reconocerlo así, pero la experiencia marca esta evidencia.

Aunque la realidad es que las diferencias ideológicas de fondo entre los dos partidos centrales no son extremas, hay que reconocer que la politización del CGPJ y del TC es irreversible (y algo semejante sucede en prácticamente todas las democracias). Y a estas alturas, la neutralización de la Justicia y de los sistemas de control constitucional y arbitraje debe pasar por un refuerzo de la lealtad constitucional y por la presión de la opinión pública, que ha de oponerse a la caracterización habitual de los jueces mediante etiquetas. Sin descartar una reforma constitucional para que los magistrados del TC desempeñen mandatos vitalicios. Solo este sistema garantizará la plena independencia de quienes, además de árbitros, son seres humanos sometidos a sus propias pasiones.