ANÁLISIS

Ni pena, ni gloria

El alcalde de Alicante no habla de Alicante y, en este caso, además, le han convencido de que así, sin mostrar ambición ninguna, sin proyectar un futuro, no sólo ganará las elecciones, sino que «barrerá»

Luis Barcala, en el pleno del Ayuntamiento de Alicante celebrado en enero.

Luis Barcala, en el pleno del Ayuntamiento de Alicante celebrado en enero. / Jose Navarro

Juan R. Gil

Juan R. Gil

No sé cuánto tiempo hace que Alicante es una ciudad suspendida. Décadas. Estando entre las quince urbes más pobladas de España, probablemente es una de las que peor paradas ha salido del proceso de desarrollo de las autonomías. ¿Por culpa de éstas? No. Por la incapacidad de sus élites locales, ya sean políticas, empresariales o sociales, para encontrar su encaje en el nuevo mapa. Prueba de ello es que en ese listado hay otros grandes municipios que, sin ser cabeza de sus comunidades, han demostrado una capacidad de transformación envidiable: el ejemplo más evidente es el de Málaga, pero también podríamos hablar de Vigo, Gijón o Córdoba, donde este fin de semana celebran sus convivencias las aspirantes a Bellea del Foc. Más allá de los problemas particulares que cada una de estas ciudades tenga, de todas ellas podemos saber qué son, de dónde vienen y adónde van, y si están más consolidadas como polos de referencia en su entorno hoy de lo que lo estaban hace cuarenta años. De Alicante no podemos decir eso.

El Ayuntamiento de Alicante viene siendo desde hace demasiado tiempo una maldición para la propia ciudad. Salvando probablemente las dos primeras legislaturas democráticas (las que van de 1979 a 1987, año este último de la aprobación del Plan General de Ordenación Urbana que sigue en vigor porque las sucesivas corporaciones hasta hoy han sido incapaces de aprobar uno nuevo), la crónica municipal, más que de proyectos realizados, ha tenido que escribir de fuegos fatuos, bloqueos perpetuos e inacabables luchas intestinas que han infestado a todos los partidos y han mantenido congelada en el tiempo (con su consiguiente deterioro) la ciudad.

El Ayuntamiento de Alicante no sólo no lidera la ciudad desde hace años, sino que la desgobierna, ocupados como están los grupos políticos que habitan en él en sus cuitas internas

José Luis Lassaletta, protagonista de aquellos dos mandatos en los que sí hubo profundos cambios, concluyó su vida política en medio de gravísimos enfrentamientos en el seno de su partido, el PSOE, que acabaron con su carrera y la de su adversario, Antonio Fernández Valenzuela. Ángel Luna navegó como pudo los cuatro años siguientes, ya sin mayoría absoluta y teniendo como apoyos más seguros al único concejal que ha logrado llegar al ayuntamiento encabezando una lista independiente (Diego Zapata) y a un tránsfuga del PP (Ángel Mínguez). Alperi sí tuvo siempre esa mayoría de la que Luna careció. Pero, aun así, empezó su gobierno perdiendo la primera votación que llegó a un pleno: Pedro Romero, hasta entonces tesorero del PP, se le rebeló, se alió con la oposición para sorpresa de ésta misma y declaró a INFORMACIÓN: «En Alicante somos 15 alcaldes». Consiguió lo que quería, que la concejal con más predicamento de los populares, Maribel Diez de la Lastra, tuviera que abandonar la concejalía de Urbanismo y el Consistorio, desterrada en Madrid.

Alperi comenzó así en 1995 y acabó, en 2008, saliendo por la puerta de atrás de un Ayuntamiento acechado por los escándalos e inmerso en la guerra civil entre campistas y zaplanistas declarada en el PP. Su sucesora, Sonia Castedo, tuvo que dedicar más energías a responder a las acusaciones de corrupción que se plasmaron en el sumario del «caso Brugal» (del que finalmente fue absuelta, en una sentencia pendiente de recurso ante el Tribunal Supremo), que a dirigir la ciudad, y acabó renunciando tras ser imputada. Su sucesor interino, Miguel Valor, no pudo presentarse en las siguientes elecciones porque, a pesar de que el electorado «natural» de los populares en Alicante le apoyaba, siquiera fuera como transición, los tejemanejes del peor presidente provincial que el PP ha tenido, digo de José Císcar, se lo impidió.

Llegó gracias a eso una nueva oportunidad para la izquierda, que veinte años después vio cómo recuperaba el gobierno municipal, más por los errores de la derecha que por los méritos propios. Quizá por eso, porque el principal partido de la izquierda ni había hecho nada por ganar las elecciones ni esperaba lograrlo, la experiencia no pudo resultar peor. Echávarri encabezó un gobierno que tampoco tuvo tiempo de ocuparse de la ciudad, porque dedicó todas las horas del día a pelearse consigo mismo. No había pasado un año, y Podemos ya tenía una tránsfuga. No habían pasado dos, y Guanyar (el nombre con el que concurrieron a las elecciones Esquerra Unida y Podemos en coalición) y Compromís ya habían abandonado el gobierno. No habían pasado tres, y Echávarri se veía obligado a dimitir tras un sinfín de algaradas y una condena. Y con el apoyo de la tránsfuga de Podemos, el PP recuperaba la Alcaldía, donde situaba no a quien había encabezado su lista en las elecciones, Asunción Sánchez Zaplana, que tras lograr el récord de bajar de 18 a 8 concejales, se había dado a la fuga; ni a quien había concurrido en segunda posición, Mari Ángeles Goitia, a quien obligaron a dar el pase; ni al tres, el mentado José Císcar, que se había colado ahí sólo para ir a la Diputación, algo que le impidió Ciudadanos en la única acción con sentido que se le recuerda a ese partido en Alicante. Nada de todo eso. La Alcaldía fue para el cuatro, Luis Barcala, que se madrugó investido de un poder con el que jamás había soñado: si en 2015 había ido en esa cuarta posición, en 2011 figuraba el 19.

Así que Barcalá no ganó una Alcaldía: se la encontró. Y en 2019, las últimas elecciones, tampoco pudo apuntarse ningún mérito especial: el PP fue el partido más votado, pero eso nunca había dejado de serlo, ni en los peores momentos, desde 1995. Y el PSOE, que en 2015 había sumado apenas seis concejales frente a los ocho que consiguió el PP pese a su hundimiento, en 2019 empató con los populares en ediles: nueve por nueve. Y si en 2015 el PP, pese a su quiebra, aún le había sacado ocho mil votos al PSOE, en 2019, tras volver al gobierno un año antes, sólo aventajó a los socialistas en dos mil. Ese es, negro sobre blanco, el haber de Barcala hasta que se celebren unas nuevas elecciones el próximo 28 de mayo.

Alicante se queja siempre de la discriminación de la Generalitat, pero las grandes iniciativas (EUIPO, TRAM, plan antirriadas, Distrito Digital...) han venido siempre del Gobierno autonómico

Muchos de ustedes pensarán que a qué viene tanta historia, nada menos que del siglo XX al XXI. Pero a mí me ha parecido necesario el apunte para remachar que el Ayuntamiento de Alicante no sólo no lidera la ciudad desde hace años, sino que la desgobierna, ocupados como están los grupos políticos que habitan en él en sus cuitas internas, y no en las necesidades de los vecinos. Por eso no se construyen colegios, ni se tiene una política social digna de tal nombre. Por eso la ciudad se vuelve cada vez más dura y cada año está más descuidada, parche sobre parche: cada acera de peor calidad que la anterior, cada farola más abominable que la que sustituye. Por eso, mientras otras ciudades se preocupan por los estragos que la subida de las temperaturas causan, y plantan arbolado, colocan velas (la calle Larios de Málaga, por ejemplo), instalan difusores (en Sevilla, verbigracia), hacen lo que sea para combatir el efecto multiplicador del calor a causa del asfalto, aquí la Corporación ni tiene nada pensado para Maisonnave, ni para ninguna de sus avenidas principales. Por eso Adif, Renfe o el Puerto hacen lo que les da la gana. Por eso ésta es la ciudad sin nombres: los nuevos barrios se llaman PAU y su arteria principal, como es cuesta abajo, se llama Rambla. Por eso es una urbe que crece a tirones (ahora amagamos con Rabasa, ahora expandimos la playa), sin más planificación que la que dicten las promotoras. Por eso un año alardeamos de ser los campeones de los centros comerciales y otro la capital de las despedidas de soltero. Por eso nos definimos como ciudad turística, pero no tenemos ni siquiera una gerencia de turismo, no nos funciona ni el ascensor del Castillo, no tenemos un paseo marítimo digno de tal nombre, ni somos capaces de aprovechar la ingente inversión que supone mantener la Ocean Race. Por eso, con lo que hemos sido, no nos quedan más símbolos ya que el Hércules, que compite en una categoría ignota, la Santa Faz, de cuyo monasterio se van hasta las monjas en cuanto te descuidas, y las Hogueras, que cuanto menos socios tienen más y más tiránicamente se enseñorean de la ciudad sin poseer más aval para ello que la prepotencia de quienes dirigen su órgano gestor y la cobardía de quienes desde el Ayuntamiento deberían controlarlo. Una ciudad, en fin, que ha hecho del cutrerío, blasón. ¿O es que no es cutre que el edificio de Correos en la plaza de Gabriel Miró se rehabilite y los invitados a su inauguración se encuentren, como ocurrió el pasado lunes, con las mesas y sombrillas de un bar ocupando parte de la fachada?

¿Es Barcala el culpable de todo esto? Si he hecho un repaso tan largo, es porque no lo es en exclusiva, y ni siquiera en mayor medida que otros. Es la dinámica esterilizante de los partidos en su versión alicantina. Es una sociedad inconsciente y desvertebrada, sin organizaciones que la articulen y con un desinterés pasmoso por lo público, en parte fruto de un urbanismo que fomenta el desconocimiento del vecino. Es un empresariado de concesión o negocio de ocasión, que jamás ha incorporado la ciudad como parte de su cadena de valor. En ese sentido, Barcala es uno más. No es el único responsable, sólo suma una nueva decepción.

En los últimos días, INFORMACIÓN ha publicado una serie de entrevistas con los portavoces municipales. Con el mandato a punto de expirar, era necesario que hicieran balance de estos cuatro años. La propia condición de los protagonistas, sin necesidad de entrar en lo que han dicho, ya dejaba claro que ha sido otro cuatrienio perdido: de los seis «líderes» municipales, cuatro (los de Vox, Compromís, Ciudadanos y el PSOE) no repetirán al frente de sus grupos, pese a que para tres de ellos era su primera oportunidad, y uno (el de Podemos, Xavi López) aún no sabe si podrá revalidar el acuerdo que le llevó en los anteriores comicios al ayuntamiento. El único que lo tiene claro es Barcala. Y él, que además es el principal, es el único también que no ha querido someterse a las preguntas de este periódico. ¿Porque tiene algo contra él? No. Las relaciones del alcalde de Alicante con el principal medio de comunicación de la ciudad son «normales». Muchas cosas de las que hace las criticamos, igual que muchas cosas de las que publicamos a él no le gustan. Pero no sería justo si no dijera que nunca el alcalde ha atacado a INFORMACIÓN de forma inadmisible y siempre, tanto por su parte como por la nuestra, se ha respetado lo que cada uno representaba. Hemos entrevistado a Barcala, en cuatro años, cinco veces.

¿Entonces, por qué ahora no? Pues porque, al ser balance de final de mandato, tocaba hablar de Alicante. No de una cosa concreta, en un momento concreto de una legislatura por lo demás extraordinaria debido a la irrupción de la pandemia. Sino de lo hecho y lo por hacer. O sea, como decía antes, del «de dónde venimos» y el «adónde vamos». Y de eso, Barcala no habla nunca. Jamás le hemos escuchado, ni en INFORMACIÓN ni en ningún otro sitio, un discurso de fondo sobre Alicante. Esta es una ciudad muy curiosa, que se pasa los años criticando la supuesta dejadez de la Generalitat Valenciana pero cuyas grandes transformaciones en las últimas décadas han venido precisamente, no de la iniciativa municipal, sino de la mano del Gobierno autonómico: la elección como sede de la EUIPO, que logró Joan Lerma, el TRAM y el plan antirriadas, que se diseñaron y ejecutaron bajo los mandatos en el Palau de Zaplana y Camps, el Distrito Digital y la recuperación de la Ciudad del Cine, con Puig de presidente… ¿Dónde estaban los alcaldes de Alicante? ¿Cuáles de estas iniciativas partieron de ellos? ¿Qué plan han presentado nunca?

Siguiendo la tradición, el alcalde de Alicante no habla de Alicante. Y en este caso, además, le han convencido de que así, sin mostrar ambición ninguna, sin proyectar un futuro, sin embarcarnos en ningún objetivo, no sólo ganará las elecciones, sino que «barrerá». Que la fórmula mágica consiste en que en Alicante no se sepa que hay alcalde. No sé en qué se basa ese supuesto: ya he puesto antes de relieve unos datos que, lejos de apuntar a que el PP crece, señalan que hasta ahora lo que ha hecho ha sido ir perdiendo fuelle convocatoria tras convocatoria. ¿Le basta al PP con apuntarse el crecimiento vegetativo que supondría, si es que lo logra, sumar los concejales que perderá Ciudadanos? Puede. Pero yo de los populares llevaría cuidado, por ejemplo, con el crecimiento de Vox en el centro, cuyos vecinos están más que hartos de que el partido al que siempre han votado gobierne contra ellos. Con Ciudadanos en las nuevas zonas de expansión, porque los de Arrimadas están, en general, muertos, pero en Alicante pueden acabar presentando una lista competitiva que, incluso si no llega a ningún lado, provoque algún sobresalto. Con el PSOE, que sigue jugando a la contra de sus propios intereses, pero parte de un suelo muy sólido y también ha sido capaz de armar una candidatura mirando afuera, y no adentro. O con la unidad de la izquierda a la izquierda de la izquierda, no vaya a ser que ésta sea la vez en que dejen de hacer el canelo. Muchos cabos sueltos para un alcalde que, como escribí una vez, ha hecho un arte de hacerse el muerto, sin calibrar que eso supone dejar a la ciudad flotando a la deriva. No sé que eslogan escogerá para su próxima campaña. ¿Pasó sin pena, pero nunca aspiró a la gloria? Ya sé que suena a epitafio. Pero yo ahí lo dejo, por si le encaja.