Miedo

Normandía (Francia) 6 de julio de 1944.- Tropas de asalto de Estados Unidos del 16 Regimiento de Infantería, tras asaltar la playa de Omaha en el desembarco de Normandía, que precedió a la toma de la ciudad de Caen.

Normandía (Francia) 6 de julio de 1944.- Tropas de asalto de Estados Unidos del 16 Regimiento de Infantería, tras asaltar la playa de Omaha en el desembarco de Normandía, que precedió a la toma de la ciudad de Caen. / REUTERS

Los amigos son uno de los mayores bienes que pueden poseer las personas. Hay quienes son exuberantes en la cuantificación y afirman tener muchos mientras que otros, entre los que me encuentro, somos parcos al contarlos y no pasamos de la docena, pero no quisiera abrir un debate sobre el tema del conteo amistoso. Si he comenzado con esta introducción es porque voy a citar a uno de mis amigos por ser poseedor de una característica que lo hace especial ya que no creo que haya muchos así. Se trata de Antonio Capapé del Campo que de vez en cuando, sin esperar a fechas señaladas, aunque también en estas, regala libros. Y de uno que él me regaló hace ya algunos años voy a escribir: El miedo, de Gabriel Chevalier.

Me van a permitir, amables lectores, que antes de entrar en el fondo del asunto haga otra referencia personal, ahora a quien me inoculó el vicio de la lectura, mi padre, Lorenzo Fernández Alguacil. Un humilde guardia civil que tuvo que obedecer en su trabajo incluso a los cabos y que tenía la afición de leer. Dada la precaria economía familiar no puedo afirmar que tuviésemos una buena biblioteca, ni siquiera numerosa, por lo que yo no leí Madame Bovary ni Pedro Páramo en mi casa. Más que los libros en concreto lo que me transmitió mi padre fue la actitud, en una silla, cerca de la ventana, con un libro, muchas horas así. Le gustaba lo épico, las gestas históricas de nuestro glorioso pasado, las biografías.

No puedo afirmar que sea un gran lector, los conozco mucho más aficionados que yo, pero sí soy constante y siempre tengo algún libro, a veces dos, abierto, avanzando en su lectura. Y más que novedades cada vez profundizo más en una costumbre que otros lectores, ya de una cierta edad, me han comentado, la relectura, y así es como en este caluroso verano he vuelto al libro que he citado más arriba.

No son unas memorias en sentido estricto, aunque el autor sí vivió la guerra en la que se basa el libro. Años después siguió una cierta carrera literaria, lo que se comprueba en estas páginas, con fuerza y estilo destacables. Nos relata las vicisitudes de un joven soldado francés en la Gran Guerra, la que hoy conocemos como Primera Guerra Mundial, y dos son los aspectos que a mí me interesaron cuando la leí por primera vez, la guerra y el miedo.

A mí la guerra, las guerras en general, siempre me han interesado, por mi vocación juvenil, que me llevó a convertirme en oficial del Ejército de Tierra, y por mis estudios posteriores sobre el tema. Si bien cualquier conflicto armado tiene aspectos que pueden merecer atención y estudio, esta guerra debería ser mucho más conocida. Sus precedentes, el desarrollo de la misma y su final, todo ello ha sido determinante para la humanidad. Les invito, hoy es bastante sencillo, a que busquen imágenes del embarque de los jóvenes franceses al subir en los trenes para ir a la guerra. Se llevarán una gran sorpresa ya que los rostros, la mayoría de ellos, no son de preocupación, no son de temor, lo son de alegría. Para ellos ese momento era el esperado, el que les habían estado anunciando desde los colegios, desde las casas, era la hora de la venganza, de lavar el deshonor. La guerra franco prusiana de 1870-1871 terminó con una humillación: la coronación del emperador Guillermo al frente del II Reich en el Palacio de Versalles. Para los germanos esa guerra fue poco más que un paseo militar y su llegada a París apenas fue dificultada por las tropas del emperador Napoleón III. Esa afrenta se fue grabando durante años en el imaginario colectivo francés a la espera del momento adecuado para vengarla. Y creyeron que la guerra de 1914 era la ocasión que esperaban. El desarrollo de la guerra fue brutal, con la entrada en liza de ingenios mortíferos, ametralladoras, piezas de artillería, que causaron enormes bajas en los dos bandos. Algunos frentes estuvieron casi inmóviles durante casi toda la contienda, en una lucha de trincheras que tan bien describe Chevalier, con combates en los que casi podían verse las caras entre los enfrentados. Y el final, la paz establecida en el Tratado de Versalles (dónde, si no, se debería firmar este documento), impuso a los derrotados unas condiciones tan draconianas que eran casi imposibles de cumplir y que llevaron a dirigentes alemanes a ir sembrando el odio que terminaría desembocando en la Segunda Guerra Mundial, aunque nadie debe pensar que solo ese tratado fuese la causa, eso es un disparate.

Una de las grandes virtudes de este libro es que el autor en vez de edulcorar el relato y situarse, como hacen otros autores, en la piel de un cierto heroísmo, confiesa amargamente que pasó miedo, mucho, y que él no era la excepción, que en las trincheras el pánico llenaba muchas horas. Y eso para los orgullosos franceses fue una especie de traición y no acogieron con agrado estas páginas. La creación del mito era más importante que el conocimiento de la verdad. 

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