Secuelas de los carriles bici en Elche

No todas las decisiones de un político son acertadas ni necesarias. Hay quienes ensalzan la valentía a la hora de tomarlas y otros la prudencia en renunciar a promesas e incluso convicciones. Pero Pablo Ruz tiene su propia hoja de ruta.

Un ciclista por la avenida de Juan Carlos I sobre el antiguo carril para bicicletas

Un ciclista por la avenida de Juan Carlos I sobre el antiguo carril para bicicletas / Antonio Amorós

M. Alarcón

M. Alarcón

Ayer, al cruzar de lado a lado la avenida de Juan Carlos I, descubrí que los carriles bici me han dejado una secuela que no sé si será permanente. Fui consciente en ese instante antes de atravesarla que sigo mirando a ambos lados y por dos veces. No sé si por precaución o por miedo, pero tal y como hacía antaño. Inmediatamente me sentí un poco estúpido y avergonzado por lo que acababa de hacer. Me fijé en si algún otro peatón o conductor se había dado cuenta de que había hecho ese absurdo gesto. Y es absurdo porque el tráfico, desde hace días, solo viene de una dirección.

No es solo la secuela. Me embargó una sensación de tristeza. De haber perdido algo. En mi imaginación seguí dibujando el carril tal cual era. Recordé cómo sirvió para apaciguar el ruido de esta sórdida gran avenida. Contemplé entonces un coche que estaba estacionado de forma descuidada en uno de los dos carriles, con los cuatro intermitentes encendidos, advirtiendo de su presencia, y rememoré cómo con el carril bici solo se veía de vez en cuando sobre él a alguna ambulancia dejando pacientes en una clínica de rehabilitación. Era una ambulancia de traslado que me exasperaba porque la mayoría de veces un magnífico estacionamiento a solo seis metros, frente a ella, estaba expedito. Su aparcamiento irregular obligaba a los ciclistas y patinetes, que iban en una u otra dirección, a sortearla utilizando el único carril que había quedado para coches, autobuses, camiones y motocicletas.

Una bicicleta y un patinete sobre la acera en Juan Carlos I tras desaparecer el carril bici

Una bicicleta y un patinete sobre la acera en Juan Carlos I tras desaparecer el carril bici / ANTONIO AMOROS

Tengo la sensación de que el tráfico va ahora por esta avenida mucho más rápido. No escucho ni siquiera en el ascensor de casa, en las aburridas conversaciones vecinales entre piso y piso, ni tampoco en las bulliciosas cafeterías, aplaudir ni agradecer la decisión al gobierno municipal de eliminarlo. Tampoco se escriben cartas a los medios, ni escucho llamadas a las radios para felicitar al equipo de gobierno por la extraña valentía que ha supuesto cumplir una promesa electoral en tiempo récord como si fuera una viejísima necesidad, una reivindicación que hubiera movilizado en su día a los ciudadanos, generando una cataratas de criticas en los medios de comunicación en contra de esta infraestructura para vehículos sin motor ni leídos sesudos análisis. Probablemente su desmantelamiento fuera el primer gran anuncio de Pablo Ruz: «si yo algún día soy alcalde...». Aún lo recuerdo en el vídeo, enérgico y decidido. Ocurrió muchos meses antes de que todos pensáramos en las municipales del pasado mayo. Lo escuché como una promesa más, sin la mayor importancia y más a esas alturas de 2022. No hemos llegado a 100 días de gobierno y el alcalde ha dejado claro una cosa: en promesas, palabras y gestos por ahora no tiene marcha atrás. Pise el callo que pise y le duela a quien le duela, y pese a que en su discurso de investidura se agarrara a esa máxima de «voy a gobernar para todos», si lo tiene claro, va a seguir adelante le pese a quien le pese.

El otro día me contaba un amigo las discrepancias que tiene con su pareja por este asunto. Uno de ellos, no diré quién, piensa que está bien haber eliminado el carril, pero no entra en si era o no necesario por las ventajas/desventajas que tiene para el tráfico rodado. Sólo valora el hecho de que Pablo Ruz haya cumplido su promesa electoral sin vacilar. Ensalza el aplomo en la decisión. En definitiva, el continente y no el contenido. Y eso es una virtud sobresaliente en cualquier líder frente a los pusilánimes que gobiernan incapaces de tomar una decisión sin darle mil vueltas, dejando pasar el tiempo sin que ello sirva para que madure, más bien con ello acaba pudriéndose o explotando.

Mientras, el otro cónyuge intentaba que comprendiera que hay promesas que quizá es mejor no cumplir nunca (los políticos saben de sobra de qué hablo: de mirar hacia otro lado de vez en cuando o de asumir errores y pedir disculpas), también de no darse prisa en cumplirlas o, si se han de llevar inexorablemente a cabo y suponen una desinversión un contragasto público, lo que inevitablemente va a generar un debate y críticas, previamente debe haber dado una solución igual o más efectiva al destrozo. Algo que contente a toda la ciudadanía y lo justifique. Que, en definitiva, mejore el producto y el resultado final.

Volví a mirar hacia la avenida. Vi a lo lejos una bicicleta sobre una calzada borrada ya de señales, como si fuera un viejo tatuaje del asfalto, y pensé que ese ciclista que da pedaladas también tiene una secuela, como yo, porque transita, no sé si siendo consciente, por el mismo espacio sobre el cual antes pisaba el carril. Lo hacía, evidentemente, por el de la izquierda y pensé: «lo van a atropellar cualquier día». Entonces me di cuenta que quizá su secuela es más grave que la mía o bien lo hacía siendo plenamente consciente de ello, de su riesgo, pero convencido de que forma parte de una guerra en la que él libra su propia batalla. 

Me consuelo en no ser el único enfermo y espero que la vergüenza y tristeza que he sentido al mirar a ambos lados al cruzar no desaparezca con el tiempo.