En el cruce de caminos

Virginia Woolf.

Virginia Woolf. / INFORMACIÓN

Francisco Esquivel

Francisco Esquivel

La mañana luce fresca en la coqueta Russell Square, donde la arboleda recibe con los brazos abiertos y las hojas amarillean el suelo. Los bancos jalonan el cruce de caminos en los que llaman la atención unas placas. «A dream has come true to be next to you (Stephanie escribe que un sueño se ha hecho realidad: estar a tu lado) o el dedicado a Catherine De Sousa (1926-2018) «a quien le encantaba sentarse en estos jardines» y, extraído de un poema de W.B. Yeats, «No hay extraños, solo amigos que aún no has conocido». No estaría mal contar con un recuerdo así el día que pase la última página. Para eso la urbe en la que habito tendría que resultar melódica en sus rincones y no es el caso.

   A dos manzanas fue por donde Virginia Woolf y la cuadrilla de Bloomsbury desparramaron inhibiciones para escándalo del vecindario victoriano. Es hora de escalar al segundo piso del bus en ruta hacia el Big Ben y, al tomar tierra, se establece un debate sobre si fue por este puente donde el joven compatriota encontró el final con la valerosa acción de socorrer a una mujer o si fue por aquel otro. Nada más dejar atrás la desventura sale de unos soportales en dirección a Westminster los acordes del «Aleluya» de Cohen entonado por el saxo de un negro con el alma blanca.

   La travesía de St. James´ Park viene que ni pintada para terminar con el compendio de salchichas, huevos, pan y judías en salsa de tomate al que es difícil resistirse. Como lo es para toda una romería adentrarse en las entrañas de Buckingham que deja bien a las claras por qué apenas hay quien tosa a la monarquía. Sunak trata de explicarse en la bibicí sobre asuntos que le asolan, pero es peor. Ese sábado una multitud toma la calle demandando el retorno a la Unión Europea y que se les devuelva su estrella. De noche los asientos metropolitanos son ocupados en su mayoría por migrantes en dirección al quinto pino en el que por una habitación les piden de mil a mil quinientas libras dejándose vencer por el tute que arrastran antes de reparar en lo que llaman la dura vida del turista.