El indignado burgués

Tan joven y tan viejo

Una Nochevieja en el Ayuntamiento de Alicante

Una Nochevieja en el Ayuntamiento de Alicante / Pilar Cortés

Javier Mondéjar

Javier Mondéjar

 Cuando llega la noche mágica y en el reloj de antaño, como de año en año, hacemos el balance de lo bueno y malo, cinco minutos antes de la cuenta atrás tengo la sensación de que mi vida pasa inevitable. Es un pulso acelerado que termina en la última campanada, con la boca llena de uvas a medio deglutir, besos a derecha e izquierda y una copa de cava a veces, champán otras, que te sabe a la arena que cae de la clepsidra.

Si has vivido muchas campanadas sabes que esos buenos deseos que te planteas nunca se cumplen del todo, que hubo una noche que brindaste por un feliz 2020 y el Mundo, y parte de tu mundo, se hundió. Ser escéptico camino de cínico se acrecienta con cada nuevo ciclo y ya no sabes dónde llegará la deriva. Dicen que la vida te hace más sabio, no estoy nada seguro. Sí, en cambio, de que cada vez duelen más las rodillas, eres capaz de menos hazañas atléticas y nunca correrás los diez kilómetros por debajo de la hora ni bajarás esquiando a toda leche la pista negra del Veleta. Y eso si consigues correr y no trotar cochineramente.

No me hagan demasiado caso, siempre me da por la melancolía en estas fechas y eso para un indignado burgués decadente es caer a un pozo almibarado, en el que te encuentras con el fantasma de las navidades pasadas y esperas ver al de las futuras. Porque si no lo ves, mal vamos.

Como soy un rarito, mi “villancico” favorito es el “Fairytale of New York” de The Pogues, todo un himno a la decadencia y a los perdedores, incluidos sueños fracasados, borrachos, drogas, parejas arruinadas y una frase impactante: “Feliz Navidad, ¡tu culo! Rezo para que sea la última”. Menos mal que el coro de la Policía canta “Galway Bay” y las campanas tocan por el día de Navidad. Como ven igualito que los peces en el río o la blanca Navidad de Bing Crosby.

Si estuviera en plan empalagoso escribiría -y me quedaría tan fresco- un artículo de 900 palabras con el leimotiv de que “tus días sean felices y brillantes y que todas tus Navidades sean blancas”, pero Crosby y Sinatra y Raphael ya lo cantaban estupendamente. Así que dejemos que cada cual haga lo que mejor sabe hacer: ellos llenar de gozo su corazón y yo hacer de repelente Pepito Grillo.

Tampoco quiero ser un grinch y fastidiarles sus buenos deseos para el 24, los hados me libren. Algunas veces los pensamientos positivos tienen resultados favorables y si refuerzan su confianza en el futuro no tengo más que decir, aunque ya puesto a ser malvado les recordaría que los dioses ciegan a quienes quieren destruir.

Está claro que hoy no me sale el buenismo bobalicón, por muy sentimental que hayan hecho las Navidades los que sacan tajada de ellas y nos hacen consumir y celebrar como si el planeta fuera a estallar en confeti, que no lo descarten. De hecho esta tendencia a deprimir a amigos y convivientes -tengo una amiga que siempre dice que el suicidio se ve con más ilusión después de una charla trascendente conmigo- me viene de largo y ni me hace más simpático ni gano amigos. Más bien como canta Sabina: “Por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo, más de un beso me dieron (y más de un bofetón)”. Lo del beso es discutible, de bofetones tengo las mejillas marcadas de dedos, metafóricamente hablando, claro.  

Luego está lo del espejo. Cada 31 de diciembre, poco antes de la cuenta atrás, me observo con detenimiento intentando encontrar lo que es y lo que fue. Lo cierto es que si quitamos efectos varios del tiempo, soy el mismo que se asomaba al reflejo con ocho años, feliz porque su padre le había regalado «La Isla del Tesoro» y compartido una edición especial del «Rondó alla turca» de Mozart. 

Uno no deja de creer que es el mismo niño de entonces, y quizá no lo haya dejado de ser. Envejece el cuerpo, no la mente, aunque el atascar de suspensiones y manguitos haga suponer que el motor que guía la máquina anda gripado. Tengo por seguro que todo lo que había en los ojos de aquel niño sigue estando en los que hoy mirarán el espejo. Menos ilusiones, más decepciones, similar forma de entender el mundo, porque al final la pregunta es siempre la misma: ¿qué demonios hago aquí? Tan poco sabía entonces como ahora, lo que no es óbice ni cortapisa para que me lo planteara. 

Lo cantó el otro día Sabina en el que quizá sea su último concierto, con voz apagada, y yo no lo podría escribir mejor. Me rindo al maestro: «Así que, de momento, nada de adiós muchachos. Me duermo en los entierros de mi generación. Cada noche me invento, todavía me emborracho; Tan joven y tan viejo, like a rolling stone». No se me atraganten con las uvas que el año que viene los quiero aquí como un clavo.