Opinión

La historia interminable de la violencia en Colombia

La CIDH expresa su "preocupación" por la creciente violencia en zonas de Colombia con grupos armados

De la guerra partidista al narcoterrorismo y ahora los drones suicidas, la historia colombiana revela un ciclo de violencia que nunca se ha cerrado. Colombia amaneció hace unas horas con una certeza amarga: la violencia que parecía relegada al pasado sigue presente y se reinventa con nuevas armas. Dos atentados casi simultáneos —el derribo de un helicóptero policial en Antioquia mediante un dron cargado de explosivos y la detonación de un camión bomba en Cali— dejaron 18 muertos y más de 70 heridos. El país revive escenas que creía superadas, ahora enmarcadas en un conflicto distinto, donde las disidencias de las FARC emplean tecnología moderna para sembrar terror y minar la confianza en el Estado.

Las autoridades responsabilizan al Estado Mayor Central, principal facción disidente de las FARC, heredera de la guerra que no terminó con el acuerdo de paz de 2016. Para el presidente Gustavo Petro, estos ataques justifican declarar a dichas organizaciones como terroristas y perseguirlas incluso fuera de las fronteras. La ONU y varios países latinoamericanos expresaron de inmediato su condena y solidaridad, mientras que, en el plano interno, la oposición culpó al gobierno por el deterioro de la seguridad.

Para dimensionar lo ocurrido, es necesario situarlo en la larga tradición de violencia política que atraviesa la historia contemporánea de Colombia. Estos atentados no son hechos aislados, sino la última expresión de un conflicto que se reinventa con cada generación. La violencia (1948-1958) fue el primer gran ciclo: el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 desencadenó el Bogotazo y una década de guerra partidista entre liberales y conservadores, con más de 200.000 muertos. Aquella violencia rural, marcada por masacres y desplazamientos, dejó un país fracturado y un campesinado atrapado entre bandos irreconciliables. El Frente Nacional (1958-1974) buscó cerrar esa etapa mediante un acuerdo de alternancia bipartidista, pero en lugar de integrar a los sectores marginados, profundizó la exclusión política. En ese vacío surgieron las guerrillas: las FARC (1964), el ELN (1965) y el M-19 (1970), influenciadas por la Revolución Cubana y las luchas sociales. Las FARC se expandieron en zonas rurales, el ELN adoptó un discurso inspirado en la teología de la liberación y el M-19 apostó por acciones espectaculares como la toma de la Embajada Dominicana (1980) o el asalto al Palacio de Justicia (1985).

La irrupción del narcotráfico en los años 80 transformó el escenario. El Cartel de Medellín, liderado por Pablo Escobar, utilizó el terror como arma política: asesinó candidatos presidenciales, dinamitó edificios y derribó un avión comercial en 1989 para frenar la extradición a Estados Unidos. Paralelamente, surgieron los paramilitares, que en un inicio se presentaron como defensores frente a la guerrilla, pero terminaron convertidos en un poder armado paralelo —las AUC—, responsables de masacres, ejecuciones y millones de desplazamientos forzados. En el nuevo siglo, la estrategia cambió. El gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) impulsó la “seguridad democrática”, debilitando militarmente a las FARC pero con graves violaciones a los derechos humanos, como los llamados falsos positivos.

El gran hito llegó en 2016 con el Acuerdo de Paz, que permitió la desmovilización de miles de combatientes, pero no erradicó la violencia: el ELN siguió activo, las disidencias rechazaron el proceso y nuevas estructuras narco-paramilitares ocuparon los territorios abandonados por la insurgencia.

Los atentados de Amalfi y Cali, sumados al reciente asesinato del candidato Miguel Uribe Turbay, evidencian la nueva naturaleza del conflicto: ya no hay un actor hegemónico como Escobar o una FARC unificada, sino múltiples grupos fragmentados que combinan control territorial, economías ilícitas y capacidad militar. Estos ataques son tanto una acción bélica como un mensaje político y psicológico: el Estado sigue siendo vulnerable, la paz de La Habana no alcanzó a todos y el miedo amenaza con volver a condicionar la vida cotidiana.

Colombia no puede permitirse otro capítulo de resignación. La violencia no es un fenómeno inevitable: es el resultado de decisiones políticas, omisiones históricas y concesiones que han alimentado a cada nuevo actor armado. Hoy, los drones suicidas son solo el último rostro de un enemigo que muta, pero que siempre encuentra terreno fértil en la desigualdad, la impunidad y el abandono estatal. Si el país no rompe este ciclo con una estrategia que combine fuerza legítima y justicia social, la paz seguirá siendo una promesa vacía y la guerra, una condena hereditaria. El tiempo para actuar no es mañana: es ahora, o nunca. O Colombia rompe el ciclo de violencia, o la violencia romperá para siempre a Colombia.

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