La maldita piedra azul
Gloria y crucifixión de un maestro de las letras
Eugenio Fuentes
Ahora sí. Baumgartner, la más reciente novela de Paul Auster, es ya su última novela. Crepuscular y epigonal, hubo quien la situó bajo el influjo del cáncer diagnosticado a su autor en diciembre de 2022. Sin embargo, el retrato del fenomenólogo de Princeton que compartía con Auster una aguda percepción del deterioro ya abocaba para entonces sus últimos compases. Baumgartner no había nacido de un diagnóstico macabro sino de un madurado impulso de despedida que comenzó a incubarse hacia finales de siglo. Tras un lustro de agridulce dedicación al cine, y cumplidos ya los cincuenta, Auster volvía a la novela con historias pobladas por beckettianos hombres debilitados. Aquel impulso culminó en el doble duelo de Baumgartner, un duelo vicario: el siempre inconcluso del profesor por su esposa, fallecida una década atrás, y el de Auster por sí mismo, simbolizado en el nombre de la difunta: Anna Blume, su más querido personaje.
No puede negarse, con todo, que en el final de Baumgartner hay un inquietante quiebro de guion en el que tal vez resuenen las fiebres que pusieron a Auster en la pista del diagnóstico. El protagonista, cuya trayectoria se ha cruzado con un ciervo en un desértico paisaje nevado, se ve obligado a buscar ayuda. Llama a una puerta y «empieza el último capítulo» de su historia.
Nunca sabremos si en el interior de esa casa Baumgartner-Auster entrevió alguna extraña piedra azul como la que en Lulu on the bridge propiciaba una fantasía muy mal acogida por la crítica. Cabe sospechar que sí, pues en la película ese denostado mineral abría una vía a la esperanza que, al cabo, se revelaría tan ilusoria como la expresada hace apenas dos meses en Madrid por la esposa de Auster. Maldita piedra azul.
Doblemente maldita. Porque con ella se inició, hace casi treinta años, un proceso del que hoy, en pleno aluvión de loas fúnebres, apenas se hablará: la crucifixión de Paul Auster. En apenas un soplo, el neoyorquino de Nueva Jersey dejó de ser el dios renovador de la autobiografía y la novela negra, el demiurgo de portentosa imaginación capaz de encandilar en decenas de lenguas con El palacio de la Luna. Y se convirtió en el apóstol traidor, en el pesado folletinista de las casualidades tramposas exigidas por tramas endebles. Justo cuando publicaba algunas de sus mejores obras: El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Brooklyn Follies. Justo cuando afilaba su virtud autobiográfica en Diario de invierno o en Informe del interior.
Menos mal que fue en esos años cuando, desde Asturias, se le reconoció con el «Príncipe». Y menos mal que, una década después, llegó para chasco de buitres tornadizos la descomunal obra maestra que acrisola todas las potencias de la poética austeriana: 4321. Por cierto, la «decadencia» había aflorado en 1999 con otra joya, muy breve y tal vez premonitoria: Tombuctú. El mundo visto por un perro apaleado como nunca nadie lo ha descrito. Descansa en paz, maestro.
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