Opinión | Oído, visto, leído

Cuento de primavera

Archivo - El vocalista y cofundador del grupo The Rolling Stones, Mick Jagger, en un concierto en el Wanda Metropolitano, a 1 de junio de 2022, en Madrid (España)

Archivo - El vocalista y cofundador del grupo The Rolling Stones, Mick Jagger, en un concierto en el Wanda Metropolitano, a 1 de junio de 2022, en Madrid (España) / Ricardo Rubio - Europa Press - Archivo

Jorge Pardo Romero, alguien de mediana edad, con más años de los que desearía pero bastantes menos de los que querría llegar a cumplir, se levantó casi al alba, sudoroso y sobresaltado por el gorgojeo madrugador de los pájaros. Sentado ya en la cama y con los pies desnudos sobre las baldosas de mármol, torció el cuello para mirar hacia atrás, y lo que vio no le sorprendió: una adolescencia incomprendida, varias decisiones erróneas, algunos veranos desaprovechados, dos relaciones rotas sin remisión y un montón de frases que se le quedaron dentro sin decir. También se le aparecieron varios libros que leyó por el qué dirán, unas cuantas opiniones absurdas que nunca debió defender y cientos de noches decepcionantes (como dice el escritor Miqui Otero hablando de su última novela, Orquesta, «llega un momento en que todas las noches son la misma»). Con ese equipaje empezó a afrontar un día que sabía que iba a ser complicado, a la vez que empezaba a afeitarse, cuidando de no cortarse, pese al ligero temblor que ya aparecía en su mano derecha desde hacía algún tiempo.

Para ahuyentar el malestar de esa mañana, después de ducharse y aún con la toalla puesta se colocó unos auriculares y buscó en Spotify Start me up, de los Rolling Stones. Se empezó a mover de izquierda a derecha, iniciando algo parecido a un baile, tratando de convertirse -aunque solo fuera por tres minutos y veintidós segundos- en una estrella, en un triunfador, en alguien famoso y querido y admirado, mientras hacía como que cantaba y se contoneaba como Mick Jagger. Terminada la canción, volvió a su amargura, a sentir esa punzada de dolor triste y antiguo que no sabía explicar a nadie. Se acabó de secar, se trajeó y salió a la calle. El día era inusualmente claro para una ciudad mediterránea y el sol restallaba como solo sucede en mayo. Al cruzar por el parque que estaba enfrente de su casa se sorprendió de lo agradable que estaba y el color que tenía. Corría brisilla. La gente apuraba la media tostada en los bares, paseaba sus perros y llevaba a sus hijos al colegio. También había runners biónicos de buena mañana y chicas tan jóvenes y seguras de sí mismas que montaban en sus bicis eléctricas como si se dirigieran al infinito y más allá, mirándote por encima del hombro. Si al despertar había echado la mirada hacia atrás, ahora pensaba en lo que tenía por delante: por qué el tiempo parece que no corra para el resto. Qué hay que hacer para volver a tener incertidumbres. Cómo evitar el cinismo y la amargura que a veces da la experiencia.

En todo esto pensaba Jorge mientras enfilaba la avenida principal. Los operarios limpiaban con las mangueras las aceras. Los camareros empezaban a sacar las mesas a la calle. Jubilados con bastones de trekking tomaban al asalto la ciudad. Los directivos apuraban el café mientras navegaban por los digitales. Supo entonces que si el pasado no te removía de vez en cuando por dentro, es que quizá tu vida había sido nada con gaseosa. También sabía que era inútil que se negara que hubo varias veces que acertó, y apostando contra la banca. Y que tuvo varias noches decepcionantes pero también hubo otras que fueron absolutamente gloriosas («las cosas pasan por la noche», decía Joaquín Sabina) y que no terminaron nunca. Y también sabía que cuanto antes aprendamos a convivir con el dolor más difícil será que caigamos en el pozo del sufrimiento. Era un día cualquiera de mayo. Las terrazas empezaban a llenarse y el mar parecía inmóvil. Jorge se paró, se quitó la chaqueta, se arremangó, se acordó de Mick Jagger y empezó a canturrear y a moverse en mitad de la Explanada. Los turistas pasaban a su lado con cara de sorprendidos y los comerciantes le miraban con el rabillo del ojo desde la puerta de su negocio. Jorge se movía y se sonreía con los ojos cerrados, en mitad de la Explanada, actuando él solo frente al mar. Todo podía ser aún. Y a pesar de todo. Era un día cualquiera de mayo, en primavera.