Análisis | Más desafíos, mismas inercias

Un año después de las elecciones, el Ayuntamiento de Alicante continúa sin cambiar el rumbo para hacer frente a los grandes retos

El alcalde, Luis Barcala, en la puerta de la Junta de Gobierno

El alcalde, Luis Barcala, en la puerta de la Junta de Gobierno / Alex Domínguez

C. Pascual

C. Pascual

Este próximo martes se cumple un año de las últimas elecciones municipales y autonómicas. Las del 28M. Pese al vuelco a nivel autonómico, que dejó al Botànic fuera de la Generalitat, la ciudad de Alicante salió como entró de esa cita electoral: Luis Barcala seguiría siendo alcalde tras cinco años con la vara de mando. Eso sí, el dirigente popular ya no iba a compartir gobierno con sus hasta entonces socios de Ciudadanos —los naranja desaparecieron tras dos mandatos con representación en el Ayuntamiento—, sino que gobernaría en solitario con la necesidad de apoyos puntuales de la oposición, al estar en minoría. Vox, como se podía suponer, ha sido su gran aliado en este año. El único, salvo contadas excepciones. 

Ese mirar continuamente a su derecha, sin prácticamente intentar buscar respaldos, ni circunstanciales, en la izquierda municipal (pese a las ganas que dirigentes de la bancada progresista exhiben y a esa recurrente promesa de «gobernar para todos» de la toma de posesión), ha llevado a que Barcala alcance este primer aniversario con un regusto amargo. Vox, que en Alicante no ha protagonizado polémicas tan sonadas como en otros puntos de la geografía nacional, le ha forzado a dar un volantazo, de esos que no le gustan a un alcalde más proclive a que el tiempo sea un generador de soluciones.

Y todo por la exigencia de los ultras de eliminar los puntos violeta —esos espacios de atención, información y ayuda a mujeres víctimas de agresiones sexuales en eventos multitudinarios— a cambio de aprobar la revisión de la Ordenanza de Vía Pública, impulsada por el gobierno municipal para reducir los horarios de las terrazas de la hostelería —anunciado ya el pasado mandato— con el objetivo de facilitar el descanso de los vecinos. 

No es la primera vez que Vox le obliga a retirar un proyecto, aunque no siempre de forma definitiva. Los ultras, tras ajustes estéticos, finalmente respaldaron este mandato la creación de la figura del coordinador y del director general, con la que se persigue imitar el añorado —según los discursos, aunque cada vez menos— modelo de Málaga. De hecho, Alicante ya cuenta con los dos coordinadores previstos y con cuatro de los diez directores generales anunciados.

De ahí, de esas exigencias que suelen mitigarse, que pocos duden de que el choque con Vox por la ordenanza, con los irrenunciables puntos violeta en la ciudad en días de fiesta, sea reconducible. Y eso que con los ultras, tras el pacto para aprobar el presupuesto de 2024, el PP arrastra cuentas pendientes, como las oficinas antiokupas y «antiaborto», tal y como la ha denominado la izquierda.  

Sin sombras

No son las únicas cuestiones que siguen sin resolverse. Aunque otras, las importantes, son de ciudad. Y es que los desafíos de Alicante no son nuevos ni tampoco exclusivos. El Ayuntamiento debería, sin mucho esperar, hacer frente a los efectos del cambio climático, adecuando el espacio público al incremento incontrolado de las temperaturas. Y no parece que las políticas que se están implementando vayan en ese sentido: por ejemplo, impulsar una Zona de Bajas Emisiones sin limitaciones reales al tráfico, dejando que los coches sigan ganando el pulso al peatón. Porque esto no va de sanciones (como tampoco lo fue cuando el Gobierno se puso serio con el cinturón o el casco para salvar vidas), sino de una mejor convivencia.

Tampoco ayuda que en cada obra de reurbanización que se ejecute se liquiden decenas de árboles adultos que dan sombra —como ahora mismo en San Blas o en Maestro Alonso— para plantar jóvenes ejemplares que, de arraigar, tardarán años en rebajar la temperatura de las calles. Y en esa línea, la de no sumar, no genera ninguna esperanza la falta de proyectos que den continuidad a la peatonalización necesaria —dejando al margen la controvertida ejecución— de la avenida de la Constitución y la calle Bailén. Esa decisión en el eje entre el Mercado y la Explanada parece más que puntual, y no —como se dijo— una primera fase de una política decidida de retirar el tráfico de calles del Centro Tradicional para que el ciudadano disfrute más del espacio urbano, reduciendo los gases, el ruido, el calor... Nada se sabe.

Pero hay más problemas que se acumulan, y para los que cuesta vislumbrar una solución. Y no porque sean nuevos. Ahí está el ruido provocado por el ocio, que al final parece que se resolverá por orden judicial en Castaños (aunque el Casco Antiguo ha demostrado que cuando se quiere, claro que se puede). Y los macrodepósitos en el puerto, también en manos de unos jueces en València. 

Puede que en su germen, para lo que puede llegar a ser, está el problema del turismo de masas. Porque un sector clave para la ciudad, también para ésta, por su peso en el PIB, está empezando a generar rechazo por sus consecuencias, ante la falta de medidas. Ahí están las protestas incipientes. Como tantos asuntos, no es algo que afecte solo a Alicante, aunque las soluciones sí son de competencia municipal. En València, con un gobierno de PP y Vox, ya han empezado a tomar cartas en el asunto. La alcaldesa, la popular María José Catalá, ha anunciado esta semana medidas de control: la suspensión cautelar de licencias para viviendas de uso turístico situadas en comunidades de propietarios y en bajos comerciales durante al menos un año para «evitar la proliferación de este fenómeno que afecta a las grandes ciudades». Y ahí no se queda la política de coto al turismo desbocado, en una ciudad nada sospechosa: el ejecutivo de València ya ha revelado también la intención de limitar en 2026 la llegada de megacruceros.

Vida

En Alicante, mientras tanto, los vecinos ya no ocultan su malestar por la proliferación de apartamentos turísticos, y sus consecuencias en el estilo de vida de los barrios, como la acelerada desaparición del tejido comercial. Porque en una ciudad no todo puede ser turismo. Esa turistificación ya se percibe en la ciudad, donde se cortan carriles sin previo aviso para que los visitantes suban al castillo o se impiden giros en según qué rotondas para facilitar la salida de los autobuses que desplazan a los cruceristas, provocando atascos imprevistos. Una ciudad donde el precio del alquiler no encuentra techo, mientras desde el Ayuntamiento se habla del impulso del suelo para uso hotelero. 

A la espera de un modelo, de equilibrio, donde el turista disfrute de una ciudad en la que puedan vivir sus vecinos, donde haya convivencia entre esos visitantes y los alicantinos, así como entre los coches y los peatones, también se plantean retos como la apuesta decidida por el patrimonio (para que esos turistas tengan algo más que hacer que subir al castillo, ir a la playa o beber y comer en la fachada litoral), con La Británica, donde ya no caben más excusas. Como tampoco para la rehabilitación del Teatro Principal, que se cae a trozos, la actualización del PGOU, la planificación de Sangueta, el impulso de centros sociales tan necesarios en barrios como Benalúa... 

La coartada del Consell, en la etapa del Botànic, ya se esfumó (Vía Parque lo celebrará). Y dinero también hay, y si no se puede tirar de ahorros, ya ha demostrado el Ayuntamiento que no tiene problema en pedirlo. Y pagar por ello. Los coordinadores ya están y los directores generales, llegando. Los desafíos siguen, no desaparecen; solo faltan nuevas inercias. O en unos años se volverá a mirar con envidia a otra ciudad, como ahora se hace con Málaga. 

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